Cuando denuncio al ladrón y al canalla sólo al canalla y al ladrón señalo

Cuando llamo ladrón al ladrón y canalla al canalla, sólo al ladrón y al canalla aludo. Ladrones y canallas suelen cobijarse bajo la pudibundez moral, la insulsa descalificación y las leyes dictadas ex profeso para acallar la voz tronante que los desnuda como canallas y ladrones. Nada me produce más satisfacción que contemplar los cadáveres insepultos de ladrones y canallas, aullando sus pútridas carnes las huellas de mi látigo, deambular ululantes en los muladares buscando un rincón para cavar sus tumbas con la sordidez de su moral deshilachada. ¡Silencio ladrones y canallas que, aunque los tiempos parecen favorecer a canallas y ladrones, este espacio es un reducto de la decencia y de la integridad!

13 de julio de 2013

PERDÓN… ME EQUIVOQUÉ…



En un acto salvaje, de inaudita violencia homicida, impropia de un cuerpo de seguridad ciudadana, veinticinco motorizados de la Guardia Nacional propinaron 59 balazos de alto calibre al vehículo en el cual se desplazaba una madre y sus tres hijas, asesinándola junto con una  de ellas y dejando en estado de gravedad a las otras dos, una con el rostro desfigurado y la pérdida de un ojo y la otra, además de los balazos, con un trauma psicológico de por vida porque fue la que se mantuvo consciente y presenció toda la barbarie y la posterior denegación de ayuda humanitaria, que se logró por la presión de los enardecidos vecinos.

Los homicidas, porque no dispararon para detener el vehículo sino para matar, se equivocaron – perdón… me equivoqué - iban a asesinar a unos delincuentes que supuestamente huían en un carro de características diametralmente opuestas, cuando se cruzaron estas inocentes a su furia demencial. Y a falta de pan, buenas son tortas.

Y el ministro de relaciones interiores, luego de exhortar que “no se politice el dolor”, como si no fuera un asunto de incumbencia política esta actuación salvaje, que debe tener como consecuencia inmediata la prohibición del uso de armas largas en los cuerpos de seguridad – el extinto despojó de este armamento a la Policía Metropolitana - salta a  excusar a su plan “Patria segura” de cualquier responsabilidad en el horrendo crimen, plan que precisamente ha sido objetado por todos los expertos del ramo por considerar que la ciudadanía corre riesgos mortales, pues los militares son entrenados para la guerra, para tierra arrasada, y no para el diálogo con civiles, propio de la policía, es decir que  militar en la calle es como James Bond, se considera con licencia para matar por responsabilidad delegada, como sucedió el jueves pasado en una población tachirense, en la cual fuerzas militares realizaron un operativo contra el contrabando de gasolina con el resultado de un ciudadano muerto, otro herido y una población furiosa por la brutalidad del procedimiento:

“los que fueron testigos denuncian que los del ejército los rociaban con gasolina y por eso las quemaduras y también los sumergían en un tambor con combustible y esa fue la causa de la muerte de uno de los muchachos”.  Pero la creencia militarista – el militarismo es una creencia como las religiones o las ideologías -  es impermeable a las lecciones de la historia y continúa impertérrita en su empeño de imponerse como solución efectiva contra las desviaciones de la sociedad, lo que los ilusos llaman “mano dura” – “así, así, así es que se gobierna” - cuando no hay nada más duro que la ley, porque es inflexible. Lo que hay es que aplicarla.

Es necesario traer a colación el asesinato de seis mineros ametrallados a mansalva por miembro de las fuerzas armadas en la mina Papelón, de los Picachos, La Paragua, estado Bolívar. Y los crímenes como las masacres del Amparo, Yumare y Cantaura cometidos por fuerzas combinadas contra insurgencia en la etapa democrática.

Es que cada uniformado en la vía pública es un sujeto sin rostro cuyo símbolo de autoridad es la mortífera arma larga que, aferrada con ambas manos, presto a disparar sin fórmula de juicio, emite la sensación del fin del estado de derechos, a lo que contribuye la violencia verbal del presidente en ejercicio que, para colmo, en su cruzada contra los corruptos de abajo, declara que quisiera fusilarlos y en la reunión de Caricom ofreció asesoría en el combate a la delincuencia “con rudeza”.

¿Fue ese crimen una demostración de esa “rudeza”? Aunque el asesinato de inocentes no es privativo de los cuerpos militares, sino que abarca a todos los cuerpos de seguridad: en la memoria permanece fresco el homicidio en una alcabala móvil de la hija del cónsul de Chile en Maracaibo, que viajaba a bordo de un vehículo con placas diplomáticas, y la masacre de estudiantes en el Barrio Kennedy, por un grupo enardecido de la policía “científica”, que buscaba un delincuente para matarlo por venganza y terminó asesinando a tres estudiantes de la universidad Santa María e hiriendo a otros tres, uno de los asesinos fue premiado años después, luego de cumplir unos pocos años de prisión, designándolo defensor público, inadmisible para un convicto de un crimen horrendo, que causó conmoción pública. 

Y son incontables los casos de excesos policiales en los operativos en los barrios, en los cuales son ajusticiados presuntos delincuentes bajo la justificación de enfrentamientos. Y aunque en muchos de estos casos la justicia se ha aplicado condenando a los culpables a penas de prisión, también es cierto, y lo demuestra el reciente crimen contra esta madre y sus tres hijas, que la violencia de los organismos de seguridad del estado sigue marcando pauta, encerrando a la sociedad entre la despiadada acción del hampa impune, que comete miles de asesinatos anualmente – 2.485 asesinatos solamente en la Gran Caracas en el primer trimestre de 2013 - y el miedo a las actuaciones policiales en la realización de su labor de patrullaje y control. 

La violencia policial ha sustituido los procedimientos de investigación e infiltración de la delincuencia por los organismos de seguridad, es más fácil exterminar aunque eso no elimine la raíz del problema y amenace vidas inocentes. Pienso que es hora de tomar decisiones al respecto, comenzando, repito, por eliminar el porte de armas largas a la guardia nacional y devolver a los militares a sus cuarteles a los menesteres propios de su responsabilidad constitucional, y someter a los demás cuerpos policiales a una exhaustiva depuración psicológica, pues el “disparen primero y averigüen después”, que el castro comunismo criollo, hoy en el poder, atribuyó calumniosamente a Rómulo Betancourt, parece ser la consigna de unos cuerpos policiales demasiado adictos a jalar del gatillo, a pesar de que en Venezuela no existe – pura teoría - la pena de muerte: Artículo 43. “El derecho a la vida es inviolable. Ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla”. ¿No es verdad?


Rafael Marrón González
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6 de julio de 2013

CIUDAD GUAYANA: UNA ATROZ REALIDAD


Por ese azar concurrente que nos lanza al viento a capricho de los manes, fui testigo del mágico germinar de esta ciudad de arterias vivificantes edificada para el trabajo, y en delirante danza de rugidos mecánicos presencié el surgir de avenidas y más avenidas y autopistas, y calles y urbanizaciones y edificios y centros comerciales donde minutos antes existían cotos de caza. La ciudad cambiaba de imagen cada día. El asombro apenas daba paso al asombro. Y mañana a mañana envejecía la última construcción opacada por algún singular alarde de artística apariencia. Aunque la prisa solía jugarle bromas de mal gusto.

Hablar de construcción en cualquier sitio del planeta era dirigir en cualquier idioma la mano hacia el lugar del mapa donde titilaba la nueva ciudad venezolana. Puerto Ordaz entonces era el sinónimo con el que se solía llegar a Venezuela, y estábamos orgullosos de vivir en la ciudad más pujante del mundo, la más aseada del país, con los mejores servicios públicos, sin desempleo ni buhonería, con una industria formidable, sin contaminación por la responsabilidad asumida de mantener el filtrado permanente de sus emanaciones tóxicas; con el parque metalmecánico más tecnificado y con mayor capacidad instalada de América Latina.

La ciudad a la que confluyeron pobladores de los 23 estados de Venezuela y de múltiples nacionalidades – una nueva Babel – que conjugaron una nueva mezcla racial que ofrendar a la humanidad. Esa ciudad vibró al ritmo de un programa de desarrollo sustentable, por las potencialidades hidroeléctricas del Caroní, que prometía en pocos años convertirse en una potencia mundial del acero y de sus derivados siderúrgicos, vía empresas aguas abajo. Una ciudad que, a la par de su crecimiento urbano e industrial, fomentaba el desarrollo de su capital humano, nuevas generaciones que la conducirían a su mayor esplendor, sin obviar sus proyectos de desarrollo social integral.

Pero le cayó guatepajarito   

A esa ciudad que recordamos con nostalgia los viejos pobladores que la vimos nacer y crecer, le cayó guatepajarito rojo, rojito, como una maldición, asfixiando su fronda, arrasando con todo vestigio de progreso, en un afán de envidia criminal de convertirla en harapienta evidencia del fracaso socialista, pues para la esquizofrenia ideológica no puede existir una ciudad que rompa el esquema de su discurso mentiroso. Y, particularmente, me provoca indignación contemplar como sujetos que llegaron a esta ciudad atraídos por sus ofertas de progreso, se prestaron para traicionarla al apoyar las acciones depredadoras de delincuentes que saltaron en paracaídas sobre sus riquezas, destruyendo sus posibilidades de progreso.

Traidores. Mil veces traidores. La ciudad presenta una imagen de deterioro físico y moral, como la de toda la república. De su antiguo orgullo no queda ni la sombra. Ya, como prueba de su deterioro moral,  se incorporan a su tradición más abyecta, los conductores que, en la vía pública y a plena luz del día, se bajan de sus vehículos y se ponen a orinar con toda tranquilidad, degeneración copiada por no pocos viandantes desaprensivos. Una nueva fauna en el paisaje urbano que, junto con la idiotez congénita de los conductores que se “comen” la luz roja, violando la ley, conculcando el derecho ajeno y poniendo en riesgo vidas y propiedades de inocentes – los accidentes no existen – los taxistas que lanzan sus vehículos contra los peatones, sus clientes potenciales.

Las trancas en la fluidez del tránsito, ya a toda hora, ocasionadas por las anacrónicas “redomas”, invisibles para el gobiernillo regional; la mendicidad y agresiva limpieza de parabrisas en los semáforos repletos de vendedores de artilugios y verduras, los aparcadores a juro que privatizaron las aceras  y las invasiones anárquicas que ocupan terrenos necesarios para la expansión ordenada de la urbe, repletando la ciudad de ranchos insalubres habitados por pobres de oficio, que deambulan su miseria a orillas de las grades avenidas, compiten en contaminación con el estercolero chatarrificado en el que la revolución convirtió las empresas básicas, cuyos ridículos pujos de producción no compensan el tremendo daño ambiental que ocasionan – sus desbordadas lagunas de oxidación amenazan las reservas acuíferas del subsuelo, sus desechos tóxicos destruyen el Orinoco y sus chimeneas escupen enfermedades respiratorias y neuronales – han nacido niños autistas con alúmina en la caja craneana – entre muchas otras - ni las enfermedades ocupacionales de sus trabajadores condenados a la ruina física en plena juventud.

Ni el daño de la corrupción que propicia el relajo inmoral de los grupos de ambiciosos cohesionados por la codicia que las tomaron por asalto, sin obviar el asco visual que sus cochambrosas instalaciones industriales presentan, gracias al sistema “putrefactor” de este proceso de maldad y estupidez, inverso a la idea de desarrollo, cuya inercia mortal ha llevado a Ciudad Guayana a ser considerada una de las ciudades más violentas del mundo – 60 homicidios por cada cien mil habitantes - batiendo record en el asesinato de individuos vinculados al sindicalismo paralelo de la construcción – es fuerte el rumor en esos predios sobre “órdenes superiores” para exterminarlos - y de jóvenes menores de 18 años, que destaca también por la alta densidad de asaltos, atracos y robo de vehículos, y cuyo nauseabundo vertedero de basura – atendido por niños indígenas - se encuentra en sus adyacencias, en un centro poblado que no logra que sus clamores lleguen a los oídos del decorativo gobernador del estado, demasiado ocupado en menesteres de otra índole y en andar a las greñas con el folclórico alcalde de Caroní – el rey del asfalto – acusado por actos de corrupción por seis ediles de la Cámara Municipal - “esperamos que el alcalde de Caroní sea investigado, procesado y condenado, porque la Alcaldía se constituyó en una banda que está acabando con el erario público”, tarde piaron, pajaritos, aunque piaron - que celebra, trajeado con un flux asfixiante, los 52 años de Ciudad Guayana, indiferente a la atroz realidad de su ruinosa estampa que combina a la fuerza con su oceánica incultura. Ciudad Guayana, evidencia triste de la capacidad destructiva de la ignorancia en el poder. Sale pa´llá.

Rafael Marrón González


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