En
un acto salvaje, de inaudita violencia homicida, impropia de un cuerpo de
seguridad ciudadana, veinticinco motorizados de la Guardia Nacional propinaron
59 balazos de alto calibre al vehículo en el cual se desplazaba una madre y sus
tres hijas, asesinándola junto con una de
ellas y dejando en estado de gravedad a las otras dos, una con el rostro
desfigurado y la pérdida de un ojo y la otra, además de los balazos, con un
trauma psicológico de por vida porque fue la que se mantuvo consciente y
presenció toda la barbarie y la posterior denegación de ayuda humanitaria, que
se logró por la presión de los enardecidos vecinos.
Los
homicidas, porque no dispararon para detener el vehículo sino para matar, se
equivocaron – perdón… me equivoqué - iban a asesinar a unos delincuentes que
supuestamente huían en un carro de características diametralmente opuestas,
cuando se cruzaron estas inocentes a su furia demencial. Y a falta de pan,
buenas son tortas.
Y
el ministro de relaciones interiores, luego de exhortar que “no se politice el
dolor”, como si no fuera un asunto de incumbencia política esta actuación
salvaje, que debe tener como consecuencia inmediata la prohibición del uso de
armas largas en los cuerpos de seguridad – el extinto despojó de este armamento
a la Policía Metropolitana - salta a excusar
a su plan “Patria segura” de cualquier responsabilidad en el horrendo crimen,
plan que precisamente ha sido objetado por todos los expertos del ramo por
considerar que la ciudadanía corre riesgos mortales, pues los militares son
entrenados para la guerra, para tierra arrasada, y no para el diálogo con
civiles, propio de la policía, es decir que militar
en la calle es como James Bond, se considera con licencia para matar por
responsabilidad delegada, como sucedió el jueves pasado en una población
tachirense, en la cual fuerzas militares realizaron un operativo contra el
contrabando de gasolina con el resultado de un ciudadano muerto, otro herido y
una población furiosa por la brutalidad del procedimiento:
“los
que fueron testigos denuncian que los del ejército los rociaban con gasolina y
por eso las quemaduras y también los sumergían en un tambor con combustible y
esa fue la causa de la muerte de uno de los muchachos”. Pero la creencia militarista –
el militarismo es una creencia como las religiones o las ideologías - es impermeable a las lecciones de la
historia y continúa impertérrita en su empeño de imponerse como solución
efectiva contra las desviaciones de la sociedad, lo que los ilusos llaman “mano
dura” – “así, así, así es que se gobierna” - cuando no hay nada más duro que la
ley, porque es inflexible. Lo que hay es que aplicarla.
Es
necesario traer a colación el asesinato de seis mineros ametrallados a
mansalva por miembro de las fuerzas armadas en la mina Papelón, de los
Picachos, La Paragua, estado Bolívar. Y los crímenes como las masacres del
Amparo, Yumare y Cantaura cometidos por fuerzas combinadas contra insurgencia
en la etapa democrática.
Es
que cada
uniformado en la vía pública es un sujeto sin rostro cuyo símbolo de autoridad
es la mortífera arma larga que, aferrada con ambas manos, presto a disparar sin
fórmula de juicio, emite la sensación del fin del estado de derechos, a lo que
contribuye la violencia verbal del presidente en ejercicio que, para colmo, en
su cruzada contra los corruptos de abajo, declara que quisiera fusilarlos y en
la reunión de Caricom ofreció asesoría en el combate a la delincuencia “con
rudeza”.
¿Fue
ese crimen una demostración de esa “rudeza”? Aunque el asesinato de inocentes
no es privativo de los cuerpos militares, sino que abarca a todos los cuerpos
de seguridad: en la memoria permanece fresco el homicidio en una alcabala móvil
de la hija del cónsul de Chile en Maracaibo, que viajaba a bordo de un vehículo
con placas diplomáticas, y la masacre de estudiantes en el Barrio Kennedy, por
un grupo enardecido de la policía “científica”, que buscaba un delincuente para
matarlo por venganza y terminó asesinando a tres estudiantes de la universidad
Santa María e hiriendo a otros tres, uno de los asesinos fue premiado años
después, luego de cumplir unos pocos años de prisión, designándolo defensor
público, inadmisible para un convicto de un crimen horrendo, que causó
conmoción pública.
Y
son incontables los casos de excesos policiales en los operativos en los
barrios, en los cuales son ajusticiados presuntos delincuentes bajo la
justificación de enfrentamientos. Y aunque en muchos de estos casos la justicia
se ha aplicado condenando a los culpables a penas de prisión, también es
cierto, y lo demuestra el reciente crimen contra esta madre y sus tres hijas,
que la violencia de los organismos de seguridad del estado sigue marcando
pauta, encerrando a la sociedad entre la despiadada acción del hampa impune,
que comete miles de asesinatos anualmente – 2.485 asesinatos solamente en la
Gran Caracas en el primer trimestre de 2013 - y el miedo a las actuaciones
policiales en la realización de su labor de patrullaje y control.
La
violencia policial ha sustituido los procedimientos de investigación e infiltración
de la delincuencia por los organismos de seguridad, es más fácil exterminar
aunque eso no elimine la raíz del problema y amenace vidas inocentes. Pienso
que es hora de tomar decisiones al respecto, comenzando, repito, por eliminar
el porte de armas largas a la guardia nacional y devolver a los militares a sus
cuarteles a los menesteres propios de su responsabilidad constitucional, y
someter a los demás cuerpos policiales a una exhaustiva depuración psicológica, pues el “disparen primero y averigüen después”,
que el castro comunismo criollo, hoy en el poder, atribuyó calumniosamente a
Rómulo Betancourt, parece ser la consigna de unos cuerpos policiales demasiado
adictos a jalar del gatillo, a pesar de que en Venezuela no existe – pura
teoría - la pena de muerte: Artículo 43. “El derecho a la vida es inviolable.
Ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla”.
¿No es verdad?
Rafael Marrón González
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