Por
ese azar concurrente que nos lanza al viento a capricho de los manes, fui
testigo del mágico germinar de esta ciudad de arterias vivificantes edificada
para el trabajo, y en delirante danza de rugidos mecánicos presencié el surgir
de avenidas y más avenidas y autopistas, y calles y urbanizaciones y edificios
y centros comerciales donde minutos antes existían cotos de caza. La ciudad
cambiaba de imagen cada día. El asombro apenas daba paso al asombro. Y mañana a
mañana envejecía la última construcción opacada por algún singular alarde de
artística apariencia. Aunque la prisa solía jugarle bromas de mal gusto.
Hablar
de construcción en cualquier sitio del planeta era dirigir en cualquier idioma
la mano hacia el lugar del mapa donde titilaba la nueva ciudad venezolana.
Puerto Ordaz entonces era el sinónimo con el que se solía llegar a Venezuela, y
estábamos orgullosos de vivir en la ciudad más pujante del mundo, la más aseada
del país, con los mejores servicios públicos, sin desempleo ni buhonería, con
una industria formidable, sin contaminación por la responsabilidad asumida de
mantener el filtrado permanente de sus emanaciones tóxicas; con el parque
metalmecánico más tecnificado y con mayor capacidad instalada de América
Latina.
La
ciudad a la que confluyeron pobladores de los 23 estados de Venezuela y de
múltiples nacionalidades – una nueva Babel – que conjugaron una nueva mezcla
racial que ofrendar a la humanidad. Esa ciudad vibró al ritmo de un programa de
desarrollo sustentable, por las potencialidades hidroeléctricas del Caroní, que
prometía en pocos años convertirse en una potencia mundial del acero y de sus
derivados siderúrgicos, vía empresas aguas abajo. Una ciudad que, a la par de
su crecimiento urbano e industrial, fomentaba el desarrollo de su capital
humano, nuevas generaciones que la conducirían a su mayor esplendor, sin obviar
sus proyectos de desarrollo social integral.
Pero le cayó guatepajarito
A
esa ciudad que recordamos con nostalgia los viejos pobladores que la vimos
nacer y crecer, le cayó guatepajarito rojo, rojito, como una maldición,
asfixiando su fronda, arrasando con todo vestigio de progreso, en un afán de
envidia criminal de convertirla en harapienta evidencia del fracaso socialista,
pues para la esquizofrenia ideológica no puede existir una ciudad que rompa el
esquema de su discurso mentiroso. Y, particularmente, me provoca indignación
contemplar como sujetos que llegaron a esta ciudad atraídos por sus ofertas de
progreso, se prestaron para traicionarla al apoyar las acciones depredadoras de
delincuentes que saltaron en paracaídas sobre sus riquezas, destruyendo sus
posibilidades de progreso.
Traidores.
Mil veces traidores. La ciudad presenta una imagen de deterioro físico y moral,
como la de toda la república. De su antiguo orgullo no queda ni la sombra. Ya,
como prueba de su deterioro moral, se
incorporan a su tradición más abyecta, los conductores que, en la vía pública y
a plena luz del día, se bajan de sus vehículos y se ponen a orinar con toda
tranquilidad, degeneración copiada por no pocos viandantes desaprensivos. Una
nueva fauna en el paisaje urbano que, junto con la idiotez congénita de los
conductores que se “comen” la luz roja, violando la ley, conculcando el derecho
ajeno y poniendo en riesgo vidas y propiedades de inocentes – los accidentes no
existen – los taxistas que lanzan sus vehículos contra los peatones, sus
clientes potenciales.
Las
trancas en la fluidez del tránsito, ya a toda hora, ocasionadas por las
anacrónicas “redomas”, invisibles para el gobiernillo regional; la mendicidad y
agresiva limpieza de parabrisas en los semáforos repletos de vendedores de
artilugios y verduras, los aparcadores a juro que privatizaron las aceras y las invasiones anárquicas que
ocupan terrenos necesarios para la expansión ordenada de la urbe, repletando la
ciudad de ranchos insalubres habitados por pobres de oficio, que deambulan su
miseria a orillas de las grades avenidas, compiten en contaminación con el
estercolero chatarrificado en el que la revolución convirtió las empresas básicas,
cuyos ridículos pujos de producción no compensan el tremendo daño ambiental que
ocasionan – sus desbordadas lagunas de oxidación amenazan las reservas
acuíferas del subsuelo, sus desechos tóxicos destruyen el Orinoco y sus
chimeneas escupen enfermedades respiratorias y neuronales – han nacido niños
autistas con alúmina en la caja craneana – entre muchas otras - ni las
enfermedades ocupacionales de sus trabajadores condenados a la ruina física en
plena juventud.
Ni
el daño de la corrupción que propicia el relajo inmoral de los grupos de
ambiciosos cohesionados por la codicia que las tomaron por asalto, sin
obviar el asco visual que sus cochambrosas instalaciones industriales
presentan, gracias al sistema “putrefactor” de este proceso de maldad y estupidez,
inverso a la idea de desarrollo, cuya inercia mortal ha llevado a Ciudad
Guayana a ser considerada una de las ciudades más violentas del mundo – 60
homicidios por cada cien mil habitantes - batiendo record en el asesinato de
individuos vinculados al sindicalismo paralelo de la construcción – es fuerte
el rumor en esos predios sobre “órdenes superiores” para exterminarlos - y de
jóvenes menores de 18 años, que destaca también por la alta densidad de
asaltos, atracos y robo de vehículos, y cuyo nauseabundo vertedero de basura –
atendido por niños indígenas - se encuentra en sus adyacencias, en un centro
poblado que no logra que sus clamores lleguen a los oídos del decorativo
gobernador del estado, demasiado ocupado en menesteres de otra índole y en andar
a las greñas con el folclórico alcalde de Caroní – el rey del asfalto – acusado
por actos de corrupción por seis ediles de la Cámara Municipal - “esperamos que
el alcalde de Caroní sea investigado, procesado y condenado, porque la Alcaldía
se constituyó en una banda que está acabando con el erario público”, tarde
piaron, pajaritos, aunque piaron - que celebra, trajeado con un flux
asfixiante, los 52 años de Ciudad Guayana, indiferente a la atroz realidad de
su ruinosa estampa que combina a la fuerza con su oceánica incultura. Ciudad
Guayana, evidencia triste de la capacidad destructiva de la ignorancia en el
poder. Sale pa´llá.
Rafael
Marrón González
0 comentarios:
Publicar un comentario