En
tiempos de barbarie, que creíamos – ingenuos – superados, cuando el déspota se
equivocaba en la aplicación de la ley, se consideraba que la ley había sido
cambiada, y para esa infamia, el déspota en cuestión siempre tenía a la mano
sumisos leguleyos dispuestos a convertir la arbitrariedad en jurisprudencia.
Pero, no solamente se reduce al ámbito jurídico esta perversión del alma
humana, miríada de fervorosos verdugos de los derechos civiles y de la
Constitución, hacen posible el despotismo en cada rincón del hacer ciudadano.
Deficientes
mentales creyendo interpretar los deseos del déspota intensifican el
sufrimiento del desvalido. Absurdos burócratas obstaculizando el ejercicio de
los derechos. Desde el patán que marca a los usuarios en las colas de productos
de primera necesidad, convertidos por el despotismo en insumos de control
social, hasta el conspicuo magistrado que declara imperturbable la última
denegación de justicia. “Ese muerto es mío”, respondió Guzmán Blanco a quien se
atrevió a señalarle que el fusilamiento de Matías Salazar era un asesinato,
pues la Constitución prohibía la pena de muerte. Guzmán contó, como hoy, con
obedientes descerebrados para cumplir la bárbara orden. Canallas y sicarios
mimetizados en un “gobierno” mutado en alzamiento contra el estado de derechos.
Todos
estos especímenes han pasado ya por la historia de los pueblos - y pasarán,
porque la ignorancia es terca en eso de repetir sus errores - uncidos a la
estela de infamia de las más abyectas tiranías. Cuántos de estos títeres
voluntarios han creído en su efímero momento de gloria, que la inmortalidad los
había tocado con su dardo, para comprobar, si es que sobreviven a su destino
manifiesto, que aquello de polvo eres y en polvo te convertirás, también es
aplicable, inexorablemente, a su perfil histórico, vergonzoso final para tanta
pompa revolucionaria.
Los
adulantes del patíbulo – en Venezuela los han tenido todos los aspirantes a
dioses que registra el degredo de la historia - que usan la justicia para
complacer los caprichos del tirano que premia su incondicionalidad a través de
la impunidad, fueron caracterizados por Rómulo Gallegos a través de su
arquetipo “Mujiquita”, personajillo indispensable cuya sapiencia del derecho le
permite dotar las injusticias de impecable formalismo jurídico. Pero nada
pueden contra el maloliente tufo a ilegalidad que acompaña sus acciones. Y la
sospecha de intereses subalternos a la justicia flota en el aire cada vez que
es acusado un ciudadano de la comisión de alguna ilegalidad, de las que
afectan, por cierto, a todo el cuerpo gubernamental – por su ostentación los
conoceréis. ¿Es culpable el acusado?, no lo sabemos, pero el ensañamiento
público, la sentencia anunciada en boca del temporal amo del billete, la forma
abusiva como se conduce el proceso, con la participación entusiasta de cuanto
segundón ávido de protagonismo lo desee - incluyendo denunciados por similares
delitos - hace suponer que algo turbio se esconde detrás de tanta alharaca
justiciera. Sobre todo si el acusado pone en peligro con su liderazgo el puesto
de algún espontáneo ineficiente, pero de prontuario comprometedor para el
establecimiento.
Al corrupto, al corrupto
Porque
en estos momentos, el pueblo venezolano es testigo de la súbita aparición de
una moralina contra la corrupción - la de los güevones y caimanes adversos - y vemos, entonces a eminentes
monos sabios, que señalan el norte de la honestidad después de quince años de
complicidad emocionada – cuando no avarientos comensales del festín de
Pantagruel - con el más asqueroso y multitudinario enriquecimiento ilícito a la
sombra del poder del que se haya tenido noticias en estos tierreros latinoamericanos.
Pero eso sí, hay que acusar también a los roba gallinas de la oposición para
equilibrar las cargas, y hacerle creer a la ignorancia que “caiga quien caiga”
– por supuesto que “quien caiga” no caerá ni por asomo - la cosa es en serio, y
para ello se cuenta, en el cargo preciso, con desaprensivos especialistas en
obedecer órdenes siniestras “si me benefician”, como “métanle 30 años a esa
mujer”, “a esos comisarios me los condenan ya”; “me meten preso hasta que se
pudra a ese banquero que me despreció la hija”; “fabrícale unas pruebas
incriminatorias a ese diputado”; “prohíbanle a ese periodista que me nombre”;
“me silencian ya Correo del Caroní que tiene la osadía de develar la asociación
para delinquir que se enquistó en Guayana”. “Y me demandan por “difamación e
injuria” a su director”. ¡Cómo se atreve a tener integridad en estos tiempos de
cobardía por la subsistencia en la que tantos, y por tan poco, chapotean a sus
anchas, echándole un tirito al gobierno y otro a la oposición! Como usted diga
mi general. Y suenan los tacones mujiquitas como premonitorio golpe de
mandarria sobre el ataúd de la libertad.
Ni en
cien años el perdón
Pero
lo más triste es, y la historia lo revela, que pasada la bestialidad y
recobrada la sindéresis cívica, el perdón – una estupidez que garantiza la
repetición del agravio – cubre con su manto a la legión de parásitos serviles
sin cuyo concurso hubiera sido imposible la arbitrariedad del despotismo, y que
suelen invocar en su defensa, cuando llega la hora de pagar por sus
obsecuencias – esa hora siempre llega - el miedo a las consecuencias de una
negativa a cumplir las órdenes emanadas del poder. Hay que recordarles a estos
prescindibles verdugos de la infamia, el juicio de Nuremberg en el cual se
demostró que a aquellos oficiales que se negaron a cumplir las órdenes
homicidas de Hitler contra los judíos, les pasó absolutamente nada. Es decir,
que los asesinos lo fueron a plena satisfacción personal. Por codicia. Como los
mujiquitas criollos que esconden la pequeñez de su alma vil detrás de la
prepotencia del dinero mal habido. Si algo detesto en esta vida es la
imbecilidad social que legitima la degradada presencia de estos patéticos
símbolos del escarnio. Sale pa´llá.
Rafael
Marrón González
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