Para la fecha de la publicación de este artículo, varios analistas se han pronunciado sobre el caso de la epidemia reeleccionista en América Latina, sin embargo el tema amerita una discusión profunda, partiendo de la inconveniencia de toda reelección en estos lares latinoamericanos – “no somos suizos” dijo una vez un adeco lúcido - tan proclives a elevar caudillos a los altares.
Lo sensato para la sanidad democrática es que un ciudadano ejerza la primera magistratura por cinco años y una sola vez en su vida, sin concesiones como la establecida a los gobernantes volver a postularse pasados diez años de su mandato, lo que ocasionó en Venezuela el cierre de oportunidades a jóvenes talentos insertos en la modernidad, para dar paso al barro de este lodazal.
La justificación de los golpistas constitucionales – como el gran iniciador de la farsa, Alberto Fujimori, seguido por Hugo Chávez, Álvaro Uribe, Rafael Correa y Evo Morales, por ahora – para reformar la Constitución y reelegirse indefinidamente o cuantas veces quieran, es que los pueblos o sus naciones los necesitan, sin ellos se perderá la revolución, el proyecto, la guerra o lo que sea que personalicen en su obsesión. Todos ellos son hombres de poder – con el poder como fin en realidad - que sufren el delirio del ungido.
Se presume en Colombia que sin Uribe las FARC y el narcotráfico recuperarán el terreno perdido, pues solamente Uribe posee el fuego sagrado de la victoria y conste que respeto a este estadista, pero su segunda reelección es una traición a la democracia, así obedezca al más clamoroso voluntarismo popular, porque el asunto es de principios no de emociones populacheras ni de suposiciones de la ignorancia. Rafael Caldera se negó a imitar a Fujimori y usar su popularidad electoral para disolver los poderes constituidos, alegando – aunque se lo pedía el pueblo y se lo susurraban los notables - que eso no era democrático y creo que ese es su legado, seguir siendo desde el poder un político prácticamente de los valores intrínsecos de la democracia – porque ser demócrata significa que no se cede ante las tentaciones continuistas aunque se tenga la opción de hacerlo.
Esto significa, ejemplo mediante, que refugiarse en la soberanía popular para dinamitar un principio básico de la democracia, como es la alternabilidad, es sencillamente una vulgar perversión totalitaria, así millones de “pueblos” digan lo contrario, sobre todo porque “el pueblo” al que apelan estos líderes providenciales –o como calificara el ex encapuchado incendiario El Aissami a Chávez: “insustituible e indispensable” - es el conformado por el sector menos informado y más necesitado de la sociedad, vulnerable a la seducción y al soborno y cuyas perentorias necesidades primarias lo divorcian – desde el cristal de su realidad - de exquisiteces principistas que pueden sobresaltarle el almuerzo tan duramente logrado vitoreando al salvador de turno.
La soberanía popular no es ilimitada
Aunque Bolívar expresó el 25 de mayo de 1826, que “la Soberanía del Pueblo es la única autoridad legítima de las naciones”, en carta a Santander del 31 de diciembre de 1822, había aclarado que esta soberanía estaba limitada por la justicia: “La soberanía del pueblo no es ilimitada, porque la justicia es su base y la utilidad perfecta le pone término. Esta doctrina es del apóstol constitucional del día (se refiere al filósofo francés Benjamín Constant).
¿De dónde pueden creerse autorizados los representantes del pueblo a cambiar constantemente la organización social? ¿Cuál será entonces el fundamento de los derechos, de las propiedades, del honor, de la vida de los ciudadanos? Valdría más vivir bajo el feroz despotismo, pues al fin el sagrado del hombre tendría algún apoyo en el poder mismo que lo oprime”.
El filósofo Benjamín Constant – citado por Bolívar - señaló que era exactamente igual de perverso el ejercicio discrecional del poder por un solo hombre o grupo de hombres que por la sociedad entera, enmendando la utopía de Rousseau en su Contrato Social: “La soberanía popular no existe sino de una manera limitada y relativa. En el punto donde empieza la independencia y la existencia individual se detiene la jurisdicción de esta soberanía.
Si la sociedad atraviesa esta línea, se confiesa tan culpable como el déspota, que no tiene por título más que el poder exterminador. La sociedad no puede exceder su competencia sin ser usurpadora, la mayoría sin ser facciosa. El asentimiento de la mayoría no es en absoluto suficiente en todos los casos para legitimar sus actos; existe algo que nadie puede sancionar cuando una autoridad, cualquiera sea, comete actos semejantes, poco importa la fuente de que ella dice emanar, importa poco que se llame individuo o nación, será la nación entera, menos el ciudadano que ella oprime, la que dejará de ser legítima”.
Y es que los principios no pueden estar subordinados a la soberanía popular, el derecho a la vida es inviolable por un principio humanista universal, no como resultado de un referendo perdido por el gobierno que lo convocó y así la propiedad privada, la libertad y la igualdad ante la ley, son valores irrenunciables. Y de ellos – precisamente para su defensa - surge el Estado de derecho, frente al derecho de Estado que confería potestad constitucional sobre vidas y haciendas a los gobernantes vitalicios elegidos por Dios, sustituido por las armas del ejército “patriota” y ahora por las reformas constitucionales apuntaladas por aquello de que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, como si Dios pudiera ser tan desacertado, porque el pueblo se equivocará siempre y será siempre sujeto de manipulaciones mientras la ignorancia campee.
El Papel de la Constitución
Ante esta anormalidad política, nos preguntamos cuál es el papel de la Constitución, pues si puede ser adaptada a los caprichos del gobernante electo bajo sus normas – como lo hicieron los caudillos y dictadores de los siglos XIX y XX por su obsesión continuista - no es más que un manual de instrucciones intrascendente. Lo lógico es que el gobernante electo se ciña a sus postulados y si alguna reforma se realiza durante su mandato no puede afectar los principios fundamentales – que son la síntesis de su articulado - ni ampliar el rango de su autoridad. Es más, si el Congreso reforma principios fundamentales, su efecto debe ser posterior a la gestión en vigencia. Pues, allí radica la perversión, al eliminarse la atadura del mandatario electo con la legalidad que le confirió el poder y que él juró cumplir. De lo contrario, la constitucionalidad es una farsa, pues el asambleísmo – o referendismo – sustituye sus postulados y, además, por inducción.
Esas reformas constituyen fraude constitucional
Así que la Constitución ha devenido en un formidable instrumento formalizador de dictaduras, en una de las burlas más finas de la historia, al conspirar entre los poderes constituidos - con la complacencia de las instancias democráticas internacionales - para usar el legitimador de la mayoría – llamado referendo - para legalizar una violación a un principio fundamental de la Constitución, bajo la falsa premisa de que si el pueblo lo quiere hay que dárselo, pero a ese arbitrio no someten el cobro de impuestos o el servicio militar.
Y los llamados “demócratas” de izquierda sienten que deben apoyar irrestrictamente la nueva travesura de sus conspicuos miembros, porque fue avalada por la “voluntad popular” así se logre conquistar ésta mediante la manipulación y el soborno de las masas depauperadas, con los recursos del Estado, aunque muchos de ellos como la Bachelet expresen con asco: “Jamás reformaría la Constitución para beneficiarme yo”. O el agente vendedor internacional del empresariado capitalista brasileño, Lula da Silva, se niegue a prestigiar con su historia política la comisión de este fraude constitucional.
Tal como fue definido por la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en la sentencia No. 74 de 25 de Enero de 2006: “Un fraude a la Constitución ocurre cuando se destruyen las teorías democráticas mediante el procedimiento de cambio en las instituciones existentes aparentando respetar las formas y procedimientos constitucionales, o cuando se utiliza el procedimiento de reforma constitucional para proceder a la creación de un nuevo régimen político, de un nuevo ordenamiento constitucional, sin alterar el sistema de legalidad establecido”. El colmo del cinismo político es invocar la voluntad popular para vulnerar el Estado de derecho que le perjudicará al pueblo hasta lo popular de su voluntad.
Rafael Marrón González
Lo sensato para la sanidad democrática es que un ciudadano ejerza la primera magistratura por cinco años y una sola vez en su vida, sin concesiones como la establecida a los gobernantes volver a postularse pasados diez años de su mandato, lo que ocasionó en Venezuela el cierre de oportunidades a jóvenes talentos insertos en la modernidad, para dar paso al barro de este lodazal.
La justificación de los golpistas constitucionales – como el gran iniciador de la farsa, Alberto Fujimori, seguido por Hugo Chávez, Álvaro Uribe, Rafael Correa y Evo Morales, por ahora – para reformar la Constitución y reelegirse indefinidamente o cuantas veces quieran, es que los pueblos o sus naciones los necesitan, sin ellos se perderá la revolución, el proyecto, la guerra o lo que sea que personalicen en su obsesión. Todos ellos son hombres de poder – con el poder como fin en realidad - que sufren el delirio del ungido.
Se presume en Colombia que sin Uribe las FARC y el narcotráfico recuperarán el terreno perdido, pues solamente Uribe posee el fuego sagrado de la victoria y conste que respeto a este estadista, pero su segunda reelección es una traición a la democracia, así obedezca al más clamoroso voluntarismo popular, porque el asunto es de principios no de emociones populacheras ni de suposiciones de la ignorancia. Rafael Caldera se negó a imitar a Fujimori y usar su popularidad electoral para disolver los poderes constituidos, alegando – aunque se lo pedía el pueblo y se lo susurraban los notables - que eso no era democrático y creo que ese es su legado, seguir siendo desde el poder un político prácticamente de los valores intrínsecos de la democracia – porque ser demócrata significa que no se cede ante las tentaciones continuistas aunque se tenga la opción de hacerlo.
Esto significa, ejemplo mediante, que refugiarse en la soberanía popular para dinamitar un principio básico de la democracia, como es la alternabilidad, es sencillamente una vulgar perversión totalitaria, así millones de “pueblos” digan lo contrario, sobre todo porque “el pueblo” al que apelan estos líderes providenciales –o como calificara el ex encapuchado incendiario El Aissami a Chávez: “insustituible e indispensable” - es el conformado por el sector menos informado y más necesitado de la sociedad, vulnerable a la seducción y al soborno y cuyas perentorias necesidades primarias lo divorcian – desde el cristal de su realidad - de exquisiteces principistas que pueden sobresaltarle el almuerzo tan duramente logrado vitoreando al salvador de turno.
La soberanía popular no es ilimitada
Aunque Bolívar expresó el 25 de mayo de 1826, que “la Soberanía del Pueblo es la única autoridad legítima de las naciones”, en carta a Santander del 31 de diciembre de 1822, había aclarado que esta soberanía estaba limitada por la justicia: “La soberanía del pueblo no es ilimitada, porque la justicia es su base y la utilidad perfecta le pone término. Esta doctrina es del apóstol constitucional del día (se refiere al filósofo francés Benjamín Constant).
¿De dónde pueden creerse autorizados los representantes del pueblo a cambiar constantemente la organización social? ¿Cuál será entonces el fundamento de los derechos, de las propiedades, del honor, de la vida de los ciudadanos? Valdría más vivir bajo el feroz despotismo, pues al fin el sagrado del hombre tendría algún apoyo en el poder mismo que lo oprime”.
El filósofo Benjamín Constant – citado por Bolívar - señaló que era exactamente igual de perverso el ejercicio discrecional del poder por un solo hombre o grupo de hombres que por la sociedad entera, enmendando la utopía de Rousseau en su Contrato Social: “La soberanía popular no existe sino de una manera limitada y relativa. En el punto donde empieza la independencia y la existencia individual se detiene la jurisdicción de esta soberanía.
Si la sociedad atraviesa esta línea, se confiesa tan culpable como el déspota, que no tiene por título más que el poder exterminador. La sociedad no puede exceder su competencia sin ser usurpadora, la mayoría sin ser facciosa. El asentimiento de la mayoría no es en absoluto suficiente en todos los casos para legitimar sus actos; existe algo que nadie puede sancionar cuando una autoridad, cualquiera sea, comete actos semejantes, poco importa la fuente de que ella dice emanar, importa poco que se llame individuo o nación, será la nación entera, menos el ciudadano que ella oprime, la que dejará de ser legítima”.
Y es que los principios no pueden estar subordinados a la soberanía popular, el derecho a la vida es inviolable por un principio humanista universal, no como resultado de un referendo perdido por el gobierno que lo convocó y así la propiedad privada, la libertad y la igualdad ante la ley, son valores irrenunciables. Y de ellos – precisamente para su defensa - surge el Estado de derecho, frente al derecho de Estado que confería potestad constitucional sobre vidas y haciendas a los gobernantes vitalicios elegidos por Dios, sustituido por las armas del ejército “patriota” y ahora por las reformas constitucionales apuntaladas por aquello de que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, como si Dios pudiera ser tan desacertado, porque el pueblo se equivocará siempre y será siempre sujeto de manipulaciones mientras la ignorancia campee.
El Papel de la Constitución
Ante esta anormalidad política, nos preguntamos cuál es el papel de la Constitución, pues si puede ser adaptada a los caprichos del gobernante electo bajo sus normas – como lo hicieron los caudillos y dictadores de los siglos XIX y XX por su obsesión continuista - no es más que un manual de instrucciones intrascendente. Lo lógico es que el gobernante electo se ciña a sus postulados y si alguna reforma se realiza durante su mandato no puede afectar los principios fundamentales – que son la síntesis de su articulado - ni ampliar el rango de su autoridad. Es más, si el Congreso reforma principios fundamentales, su efecto debe ser posterior a la gestión en vigencia. Pues, allí radica la perversión, al eliminarse la atadura del mandatario electo con la legalidad que le confirió el poder y que él juró cumplir. De lo contrario, la constitucionalidad es una farsa, pues el asambleísmo – o referendismo – sustituye sus postulados y, además, por inducción.
Esas reformas constituyen fraude constitucional
Así que la Constitución ha devenido en un formidable instrumento formalizador de dictaduras, en una de las burlas más finas de la historia, al conspirar entre los poderes constituidos - con la complacencia de las instancias democráticas internacionales - para usar el legitimador de la mayoría – llamado referendo - para legalizar una violación a un principio fundamental de la Constitución, bajo la falsa premisa de que si el pueblo lo quiere hay que dárselo, pero a ese arbitrio no someten el cobro de impuestos o el servicio militar.
Y los llamados “demócratas” de izquierda sienten que deben apoyar irrestrictamente la nueva travesura de sus conspicuos miembros, porque fue avalada por la “voluntad popular” así se logre conquistar ésta mediante la manipulación y el soborno de las masas depauperadas, con los recursos del Estado, aunque muchos de ellos como la Bachelet expresen con asco: “Jamás reformaría la Constitución para beneficiarme yo”. O el agente vendedor internacional del empresariado capitalista brasileño, Lula da Silva, se niegue a prestigiar con su historia política la comisión de este fraude constitucional.
Tal como fue definido por la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en la sentencia No. 74 de 25 de Enero de 2006: “Un fraude a la Constitución ocurre cuando se destruyen las teorías democráticas mediante el procedimiento de cambio en las instituciones existentes aparentando respetar las formas y procedimientos constitucionales, o cuando se utiliza el procedimiento de reforma constitucional para proceder a la creación de un nuevo régimen político, de un nuevo ordenamiento constitucional, sin alterar el sistema de legalidad establecido”. El colmo del cinismo político es invocar la voluntad popular para vulnerar el Estado de derecho que le perjudicará al pueblo hasta lo popular de su voluntad.
Rafael Marrón González
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