El fraude ha
consistido en instalar en la mente de demasiados opositores el convencimiento
del fraude que estimula la estéril y colaboracionista abstención, una manera
insensata de protestar cediendo un derecho, pues si el fraude es una convicción
legítima, la lucha de calle es la solución. Y esta conspiración del fraude
tiene ideólogos inmutables que han obtenido reconocimiento social por haber
tenido, supuestamente, razón, en cada pérdida electoral.
Es innegable el ventajismo grosero del
oficialismo, el uso descarado de los recursos públicos y la absoluta falta de
higiene moral que ha caracterizado la participación electoral del liderazgo
oficialista, cuyo fin último es el poder. Que si el pueblo opositor hubiera
tomado acciones contra cada evidencia de esa amoralidad los abusadores no se
atrevieran a seguirla cometiendo. Sin embargo el descaro de sus acciones ha
redituado pingües beneficios electorales a los infractores de la ley, que ya
actúan como si fueran correctos, legítimos y legales sus desafueros. Y así se
ha impuesto silenciosamente la conspiración del fraude.
Los electores no asumen con firmeza que
hemos perdido porque no hemos logrado los votos suficientes para ganar,
estimulando los liderazgos particulares, sino que “nos robaron”, como a niños, una
y otra vez. De nada vale esgrimir el argumento contundente de que cuando los
hemos obtenido nos ha sido reconocida la victoria. Los obtuvimos para la
Asamblea Nacional, pero los líderes de la oposición aceptaron concurrir con
unas reglas inversas – quien saca más votos obtiene menos diputados – cuando en
condiciones normales se retiraron de las elecciones, entregando la Asamblea en
pleno a la inescrupulosidad política.
Los obtuvimos cuando el remiendo
constitucional que imponía el Estado comunal. Y, así, los hemos obtenido en
distintas gobernaciones, que se nos han asignado, como la de Miranda, en plena
arteria coronaria del antiguo chavismo. Y esto no significa que esté otorgando
patente de pulcritud al CNE, pues ha sido su rectorado – con la excepción de
Vicente Díaz - el que ha lanzado sobre la institución el velo de la sospecha –
“la mujer del César además de ser honesta debe parecerlo” -como colocar la
bandera de Cuba en sus instalaciones o portar la presidente un brazalete
guerrillero en el antebrazo, como si estuviera en las selvas colombianas. O
secuestrar la sala de totalización. O permitir que sea salvajemente agredida
por el sicariato del régimen, una marcha estudiantil pacífica que pide
elecciones limpias. Y lo más pernicioso de todo, no poner límites a los abusos
del gobierno.
Quizá por cobardía, pero es nuestro deber
traducirlo en duda de complicidad, pues “llamarse jefe para no serlo es el
colmo de las miserias”. Pero reconocer esta anormalidad - “eso es lo que hay” -
no tiene por qué mutar en abstención colaboracionista. De lo que se trata es de
admitir que nuestros testigos han sido muro de contención, que los organismos
de organización de la oposición no se están vendiendo ni pactando con el
adversario “por un puñado de dólares”, y que si algo necesitamos es más
participación ciudadana en la conquista de nuevos electores y su movilización
hacia los centros electorales, el cuido de las mesas y la protección y atención
de los testigos.
Participar ha sido inteligente
Gracias a nuestra participación electoral
colocamos sobre el tapete universal que la mitad del país está en contra del
totalitarismo que roe nuestra institucionalidad, lo que desmonta el mito de la
hiper publicitada aclamación socialista. Y logramos detener durante catorce
años la imposición del sistema cubano en nuestra vida republicana, que es un
triunfo nada desdeñable.
La abstención es el fraude
La abstención es una conspiración
contra la democracia. Si hay elecciones hay que votar. La abstención es un acto
de protesta contra un mal gobierno como el de Maduro, pero es ilógica como
ejercicio opositor. Y en la actualidad no hay excusa alguna para mezquinarle
nuestra participación a un líder que se ha empinado por encima del asqueroso
ventajismo - que hoy carga una urna de tarima - logrando como piso una votación
histórica.
Henrique Capriles ya no es un candidato de
oposición, es el presidente que la nación – madurista y no madurista –
necesita. Es el factor aglutinante que garantiza la paz imprescindible para
vencer las dificultades económicas creadas por el gobierno del cual Maduro es
responsable directo. Es un líder con un proyecto político y social incluyente,
viable y admisible por todas las partes. Es un gerente probo y eficiente con
resultados demostrables, incomparables con las lamentables ejecutorias del
candidato continuista de las desastrosas políticas públicas del gobierno
anterior, con el atroz hándicap de no ser el presidente muerto, que por lo
menos mantenía la paz social por su relación idolátrica con el pueblo chavista.
Capriles es un presidenciable ajeno
totalmente al caudillismo fascista que impera en las filas del gobierno. Y sus
ejecutorias como alcalde y gobernador marcan sustancial diferencia con la
providencialidad que, desde 1999, pauta la gestión pública tanto del gobierno
del presidente muerto como del gobiernillo de su radical aspirante a sucesor,
que en cien días de ejercicio devaluó la moneda, incrementó la inflación y la
escases, y al hampa le soltó las pocas riendas que tenía. Si el pueblo necesita
alguna prueba de su ineptitud, estos cien días son contundentes. Maduro no
sirve. Y el asunto es con Maduro, no con el presidente muerto.
Para árbitro parcializado, victoria
contundente
Así que hay que ir a votar contra viento y
aguacero. La patria clama por su dignidad y soberanía mancilladas por la
postración ideológica ante un gobierno extranjero. Así que tu voto es
confirmación de fe democrática y, parodiando a Celaya, un arma cargada de
futuro, pues, como me dijo un amigo que ama esta patria: “los malos gobiernos
son electos por los buenos ciudadanos que no van a votar”.
Rafael Marrón González
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