¿No
sería posible que la conciencia inteligente asuma que es el Poder el que viola
los derechos humanos y no el Estado?
Con
el asunto de los derechos humanos y su exaltación por fanáticos que los han
convertido en una nueva religión, se ha creado la falsa percepción de que estos
están por encima de los derechos de la sociedad. Y eso no es así. Por ello, los
Derechos Humanos, concebidos originalmente para la defensa de los prisioneros
por “delitos” de conciencia, se han convertido en herramienta para la impunidad
de los enemigos de la sociedad, que observa alarmada como se protegen los
derechos de hampones a quienes solo falta violar la ley de gravedad. Eso da
vergüenza.
No
existe la menor consideración con las víctimas del hampa. Lo que les falta a
fiscales, abogados defensores y defensores de los derechos humanos es entalcar
a los criminales y cargarlos para sacarles los gases. Y si mueren en
enfrentamientos con la policía llegan al colmo de la iniquidad de presionar a
los jueces para que condenen a los policías implicados aunque hayan cumplido
con su deber, sustituyendo el estado de derechos por el estado de impunidad que beneficia a los malandros, y
perjudica a la sociedad que además de ser víctima de la violencia de estos
sociópatas lo es también de la impunidad, por lo que está dispuesta a hacer lo
necesario para quitarse de encima la plaga inmisericorde que la azota, porque
la sociedad si a algo tiene perfecto derecho es a vivir en paz, sin la amenaza
terrorífica de unos criminales agresivo y prepotentes, que te dicen que ellos
son tu Dios.
Mi
piedad es para las víctimas de esos engendros infernales. Mi sentimiento es para
las viudas, mi lástima para los huérfanos, que además de sufrir el desagarrado
dolor del asesinato de su padre o de su madre tienen que soportar la impotencia
producida por el exceso de defensa y la estúpida clemencia con el homicida. El
abogado defensor debe estar pendiente de que se cumpla el debido proceso, se le otorguen todos los derechos que
la ley contempla y de que no se le aplique una pena superior a la establecida
para el delito cometido. Pero de allí a trabajar arduamente, buceando en los
intersticios legales buscando un desliz para minimizar la pena o lograr la
libertad de un criminal comprobado y con prontuario, hay un abismo.
Eso
puede tipificarse como complicidad. Ese individuo es tan enemigo de la sociedad
como el hampón. Y los defensores de los derechos humanos deben demostrar
también, públicamente, que sienten compasión por las víctimas de la violencia,
para que su exceso de celo por los derechos del hampón no las convierta también
en víctimas de la impunidad. Porque se tornan entonces en vulgares defensores
de malandros. Y si se quieren ganar el respeto de la sociedad deben tener mucho
cuidado con eso. Por eso
estoy convencido de que es hora de definir ontológicamente al ser humano por la
piedad.
Quien
por sus acciones evidencie incapacidad para sentir piedad debe sufrir como
consecuencia la reducción de sus derechos, hasta llegar a la aplicación del
“Capitis deminutio” de los romanos, y despojar a los delincuentes de la
nacionalidad venezolana por traidores a la patria, que es la gente. Ya lo decía
Bolívar: “La clemencia con los criminales es un ataque a la virtud”.
El crimen no es inherente a la pobreza
Quien
sostenga que la delincuencia es producto de la pobreza es un irresponsable que
está criminalizando la pobreza. Los delincuentes son enfermos mentales que
usan los escenarios de la pobreza como excusa y son una despreciable minoría
que se impone por el terror a la inmensa mayoría honesta y pacífica.
El
delincuente no roba para comer. Eso es otro mito sociológico. La gente cree en
un delincuente que atraca y sale corriendo a comprarles compotas a sus
muchachitos. Eso es ser
bien ingenuo. Y los ingenuos pobrecitistas son los culpables de que las penas a
estos sociópatas no sean más severas con su tema regeneracionista. Al
delincuente lo impulsan la codicia, la locura por el dinero fácil y los vicios.
No el hambre. Y bajo los efectos postizos de la droga, vence su cobardía innata
para cometer sus excesos contra la sociedad, que ha introyectado el miedo como
un valor cultural. Y si alguno de estos miserables se regenera es por vía de
excepción o por que quedó inutilizado en una silla de ruedas y no tiene más
alternativas.
Aquí
hay mucho teórico que desde su balcón pontifica sin percibir que en sus narices
“sociológicas” el hampa se ha constituido en una clase social. La clase F. La
impunidad ha generado familias enteras de delincuentes. Desde la abuela hasta
el nieto de cinco años. Todos delinquen de alguna manera. Desde el sicariato y
la venta de drogas hasta alquilar a las hermanitas para la prostitución. Encontraron su manera de vivir sin
trabajar. Y les gusta ser malandros. Da estatus ser la madre, la hermana o la
novia del “picoe´loro”. Disfrutan el miedo que producen.
El poder viola los derechos humanos
Pienso
que hasta que no se asuma que es el poder, en cualquiera de sus formas, y no el
Estado, el que viola los derechos humanos, tendremos una posición reduccionista
que exacerba el problema en la periferia social. Observamos con estupor como se
violan los derechos humanos de los más débiles por el abuso de la fuerza, del
dinero o de la autoridad, es decir del poder, sin que la conciencia se sacuda
en una vigorosa reacción que ponga coto a tales barbaridades.
¿Estamos
conscientes de la imposibilidad física del Estado para atender el enorme
problema de la violación de los derechos humanos por el poder de facto? Pienso
que es urgente sacar del exclusivo ámbito del Estado la defensa de los derechos
humanos, es decir asumir que es el poder el que los viola, e iniciar, a la vez,
una formidable campaña de formación de ciudadanos sanos mentalmente que
aprecien en la debilidad física del otro un estímulo al respeto de su
dignidad.
Rafael
Marrón González
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