Tres son los frentes en los cuales se estrella el discurso opositor: El odio, la devoción y la corrupción. Por muy coherentes con los valores democráticos que sean los argumentos de sus adversarios políticos y por negativo que sea el resultado de comparar el discurso de Chávez con la realidad, es prácticamente imposible lograr que personas afectadas por el delirio de estas tres perversiones producidas por el resentimiento, la ignorancia y la codicia, cambien de parecer con respecto a la permanencia en el poder de una entidad totalitaria como Chávez revestida de atributos carismáticos, que obnubila el entendimiento, no sólo de gente ingenua y humilde, sino hasta de sujetos como Oliver Stone, cuya debilidad por los hombres de poder identifica su patología, que contribuye entusiastamente a la difusión del mito de los “pobres abandonados” por cuarenta años de “neoliberalismo” y rescatados por esa especie de vengador de agravios que los acogió en su seno munífico para elevarlos a la cima del progreso humano.
Lo que inútilmente – por la profusa propaganda oficialista que saca realizaciones de la chistera – es negado por la evidente profundización de la miseria, generada por las nefastas políticas económicas, la brutal corrupción y el despilfarro de recursos en regalos en efectivo a gobernantes inservibles como Rafael Correa, Fidel Castro, Evo Morales y Daniel Ortega, entre otras nulidades autocráticas que se han aferrado como garrapatas al erario venezolano, agravando la precariedad de la calidad de vida del pueblo en cuyo nombre Chávez asegura cometer sus desafueros inconstitucionales, como usar la sumisión de la Asamblea Nacional para imprimir carácter orgánico a leyes ordinarias para complicar su derogación si en el futuro se detecta su ilegitimidad constitucional, como es el caso del Estado Comunal que no está contemplado en nuestra Carta Magna a la que Chávez debe singular obediencia por haber sido la única de la historia republicana, sancionada por el pueblo en referendo aprobatorio.
La corrupción
Sabemos lo que intrínsecamente significa el término “corrupción” que según el DRAE es “práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de las organizaciones públicas en provecho económico o de otra índole, de sus gestores”, sin embargo más allá del conocido enriquecimiento ilícito de legiones de funcionarios de todos los rangos, en esta etapa entre un sistema que no termina de morir y otro que no ha comenzado a nacer (Gramsci dixit), se ha entronizado la monstruosidad de la pérdida absoluta de la moral pública, por lo que “no hay razones para no robar”, en un saqueo inmisericorde tanto de lo público – confundido con el partido de gobierno – como de lo privado convertido en botín de la venganza revolucionaria.
Son millones los beneficiarios de becas, pensiones graciosas, salarios para estudiar en misiones sin destino, préstamos bancarios irrecuperables, dádivas y sobornos, recompensas por asistencia a actos de masa - como llaman ahora a los mítines – premios a la incondicionalidad, automóviles a mitad de precio, fincas, tierras y ganadería para su destrucción, títulos de bachiller y universitarios al voleo – para la promoción internacional del Estado educador como imagen revolucionaria - y jerarquías académicas, magistraturas, cargos diplomáticos, ministeriales, direcciones y rectorados, funciones relevantes en los Poderes Públicos y empresas del Estado, sin poseer ni credenciales, ni méritos ni capacidad para acceder a ellos, por lo que la quiebra, la destrucción y el abandono constituyen el sino de toda la institucionalidad formal de la república, a la par que un deplorable Estado paralelo edificado con más ideología que sensatez, dirigido por ineptos obedientes, muestra la deformidad de su imposible sustentabilidad.
Todo esto, así como el relajamiento de las costumbres y de la urbanidad, es corrupción y, por lo tanto, es imposible que el discurso de la honestidad, de la decencia y de la integridad tenga el menor significado para esta imponderable cantidad de corruptobientes articulados en una pantanosa urdimbre nacional de parentescos, compadrazgos y conchupancias, que se tiñen de rojo para mimetizarse en el ambiente de la más vergonzosa impunidad, cuyo emblema es el mosquero que asola la geografía nacional por la podredumbre emanada de miles de contenedores con más de 120 mil toneladas de alimentos, comprados con la exclusiva motivación de robarse unos reales.
La devoción
Así como la madre aquella de la canción que apretaba su cara contra las rejas para poder besar al hijo encarcelado, con menosprecio de la causa, los devotos del dios Chávez – que lo tienen en el altar del rancho al lado del Negro Antonio – han logrado cauterizar su conciencia y su capacidad crítica para poder transitar por las calles desconchadas de los deshilachado barrios sin percibir el olor de la muerte que el malandraje moño suelto dispensa profusamente, ni la niñez harapienta que devora basura sin “Simoncito” que le apañe el sufrimiento, ni el desempleo ni el hambre ni los servicios públicos cada día más deplorables, ni los hospitales desasistidos ni el cementerio de módulos Barrio Adentro ni las escuelas en escombros y sin las cocinas que las hacían “bolivarianas”, ni la falta de viviendas dignas que ha mutado al pueblo ranchificado en delincuente invasor, ni la indigencia ni el llanto cotidiano frente a las morgues del país reclamando los cadáveres de hijos, de padres, de hermanos cuya vida fue segada por la desidia e ineptitud del gobierno.
En el colmo del autismo social esta devoción sigue sosteniendo luego de once años de ineficiencia, ladronismo y flojera y cientos de miles millones de dólares de ingresos lanzados al albañal, que “Chávez no sabe”. Es el pueblo esperanzado devenido penitente por la caridad del cobre. Contra esa conmovedora devoción sustentada por la ignorancia, es inútil cualquier palabra que desnude al rey de la culpa desviada hacia los “pagapeos” del entorno incondicional.
Son los pobres de Chávez, de los que habla la izquierda internacional en los foros de abanicarse mutuamente los egos, los que seguirán siendo pobres porque para sacarlos de la pobreza hay que exponerlos a la explotación de sus potencialidades y entonces dejarían de ser devotos para convertirse en armas del progreso colectivo. Y ni de vaina quieren ellos esa aterradora posibilidad de independencia. Son millones de víctimas del síndrome del padre necesario que han encontrado en Chávez al intérprete de sus íntimas angustias. Mercal es la respuesta a sus oraciones. Es la señal de la nueva Jerusalén. Aunque venda podrido.
El odio
El odio es un sentimiento destructivo que impide cualquier posibilidad de diálogo, entendimiento o razón. El odio producido por el resentimiento social y nucleado en torno a Chávez se ha manifestado como el principal puntal de la violencia que ha caracterizado el transcurso de este disparate revolucionario, que ha dejado su impronta desolada en distintas oportunidades, siempre por la premisa de la muerte para todo quien piense distinto o forme parte de lo que Chávez ha identificado como “oligarcas” y “burgueses”, que para el odio puede ser cualquiera que se haya bañado esa mañana de decapitación.
Es el odio lo que impulsa a Chávez a negar cualquier posibilidad de entendimiento con el contrario ideológico sino está dispuesto a rendirse sin condiciones. Es el odio lo que llevó a los crímenes de la Plaza Altamira, al vejamen de periodistas o al asalto de Globovisión. Es el odio lo que define el lema patria socialista o muerte, que no es propagandístico como lo asume la esperanza, sino una promesa firme y cierta de matar a quien se oponga a la imposición del comunismo en Venezuela. Y contra ese odio concentrado en grupos anárquicos cuyas poderosas armas son exhibidas a plena luz e impunidad, rebotan sin hacer mella palabras como verdad, democracia y libertad.
En conclusión
De lo anterior se infiere que no hay que perder el tiempo con el conglomerado afectado por estas características y dedicarse – cual modernos Diógenes – a identificar linterna en mano, en cada barrio o pueblo de la geografía nacional, a la ciudadanía responsable, democrática, honesta y digna, consciente de que el progreso colectivo depende únicamente de la superación individual a través del trabajo, del estudio y de la responsabilidad consigo, con los suyos y con la patria, que se encuentra confundida entre la dinámica sociopolítica impuesta por el dinero y el miedo del poderoso entre poderosos de Miraflores. No gastar pólvora en zamuros debe ser la consigna, pues a estas alturas de la decantación sí es verdad que chavista es chavista hasta que se muera o lo atrape la justicia.
Rafael Marrón González
Lo que inútilmente – por la profusa propaganda oficialista que saca realizaciones de la chistera – es negado por la evidente profundización de la miseria, generada por las nefastas políticas económicas, la brutal corrupción y el despilfarro de recursos en regalos en efectivo a gobernantes inservibles como Rafael Correa, Fidel Castro, Evo Morales y Daniel Ortega, entre otras nulidades autocráticas que se han aferrado como garrapatas al erario venezolano, agravando la precariedad de la calidad de vida del pueblo en cuyo nombre Chávez asegura cometer sus desafueros inconstitucionales, como usar la sumisión de la Asamblea Nacional para imprimir carácter orgánico a leyes ordinarias para complicar su derogación si en el futuro se detecta su ilegitimidad constitucional, como es el caso del Estado Comunal que no está contemplado en nuestra Carta Magna a la que Chávez debe singular obediencia por haber sido la única de la historia republicana, sancionada por el pueblo en referendo aprobatorio.
La corrupción
Sabemos lo que intrínsecamente significa el término “corrupción” que según el DRAE es “práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de las organizaciones públicas en provecho económico o de otra índole, de sus gestores”, sin embargo más allá del conocido enriquecimiento ilícito de legiones de funcionarios de todos los rangos, en esta etapa entre un sistema que no termina de morir y otro que no ha comenzado a nacer (Gramsci dixit), se ha entronizado la monstruosidad de la pérdida absoluta de la moral pública, por lo que “no hay razones para no robar”, en un saqueo inmisericorde tanto de lo público – confundido con el partido de gobierno – como de lo privado convertido en botín de la venganza revolucionaria.
Son millones los beneficiarios de becas, pensiones graciosas, salarios para estudiar en misiones sin destino, préstamos bancarios irrecuperables, dádivas y sobornos, recompensas por asistencia a actos de masa - como llaman ahora a los mítines – premios a la incondicionalidad, automóviles a mitad de precio, fincas, tierras y ganadería para su destrucción, títulos de bachiller y universitarios al voleo – para la promoción internacional del Estado educador como imagen revolucionaria - y jerarquías académicas, magistraturas, cargos diplomáticos, ministeriales, direcciones y rectorados, funciones relevantes en los Poderes Públicos y empresas del Estado, sin poseer ni credenciales, ni méritos ni capacidad para acceder a ellos, por lo que la quiebra, la destrucción y el abandono constituyen el sino de toda la institucionalidad formal de la república, a la par que un deplorable Estado paralelo edificado con más ideología que sensatez, dirigido por ineptos obedientes, muestra la deformidad de su imposible sustentabilidad.
Todo esto, así como el relajamiento de las costumbres y de la urbanidad, es corrupción y, por lo tanto, es imposible que el discurso de la honestidad, de la decencia y de la integridad tenga el menor significado para esta imponderable cantidad de corruptobientes articulados en una pantanosa urdimbre nacional de parentescos, compadrazgos y conchupancias, que se tiñen de rojo para mimetizarse en el ambiente de la más vergonzosa impunidad, cuyo emblema es el mosquero que asola la geografía nacional por la podredumbre emanada de miles de contenedores con más de 120 mil toneladas de alimentos, comprados con la exclusiva motivación de robarse unos reales.
La devoción
Así como la madre aquella de la canción que apretaba su cara contra las rejas para poder besar al hijo encarcelado, con menosprecio de la causa, los devotos del dios Chávez – que lo tienen en el altar del rancho al lado del Negro Antonio – han logrado cauterizar su conciencia y su capacidad crítica para poder transitar por las calles desconchadas de los deshilachado barrios sin percibir el olor de la muerte que el malandraje moño suelto dispensa profusamente, ni la niñez harapienta que devora basura sin “Simoncito” que le apañe el sufrimiento, ni el desempleo ni el hambre ni los servicios públicos cada día más deplorables, ni los hospitales desasistidos ni el cementerio de módulos Barrio Adentro ni las escuelas en escombros y sin las cocinas que las hacían “bolivarianas”, ni la falta de viviendas dignas que ha mutado al pueblo ranchificado en delincuente invasor, ni la indigencia ni el llanto cotidiano frente a las morgues del país reclamando los cadáveres de hijos, de padres, de hermanos cuya vida fue segada por la desidia e ineptitud del gobierno.
En el colmo del autismo social esta devoción sigue sosteniendo luego de once años de ineficiencia, ladronismo y flojera y cientos de miles millones de dólares de ingresos lanzados al albañal, que “Chávez no sabe”. Es el pueblo esperanzado devenido penitente por la caridad del cobre. Contra esa conmovedora devoción sustentada por la ignorancia, es inútil cualquier palabra que desnude al rey de la culpa desviada hacia los “pagapeos” del entorno incondicional.
Son los pobres de Chávez, de los que habla la izquierda internacional en los foros de abanicarse mutuamente los egos, los que seguirán siendo pobres porque para sacarlos de la pobreza hay que exponerlos a la explotación de sus potencialidades y entonces dejarían de ser devotos para convertirse en armas del progreso colectivo. Y ni de vaina quieren ellos esa aterradora posibilidad de independencia. Son millones de víctimas del síndrome del padre necesario que han encontrado en Chávez al intérprete de sus íntimas angustias. Mercal es la respuesta a sus oraciones. Es la señal de la nueva Jerusalén. Aunque venda podrido.
El odio
El odio es un sentimiento destructivo que impide cualquier posibilidad de diálogo, entendimiento o razón. El odio producido por el resentimiento social y nucleado en torno a Chávez se ha manifestado como el principal puntal de la violencia que ha caracterizado el transcurso de este disparate revolucionario, que ha dejado su impronta desolada en distintas oportunidades, siempre por la premisa de la muerte para todo quien piense distinto o forme parte de lo que Chávez ha identificado como “oligarcas” y “burgueses”, que para el odio puede ser cualquiera que se haya bañado esa mañana de decapitación.
Es el odio lo que impulsa a Chávez a negar cualquier posibilidad de entendimiento con el contrario ideológico sino está dispuesto a rendirse sin condiciones. Es el odio lo que llevó a los crímenes de la Plaza Altamira, al vejamen de periodistas o al asalto de Globovisión. Es el odio lo que define el lema patria socialista o muerte, que no es propagandístico como lo asume la esperanza, sino una promesa firme y cierta de matar a quien se oponga a la imposición del comunismo en Venezuela. Y contra ese odio concentrado en grupos anárquicos cuyas poderosas armas son exhibidas a plena luz e impunidad, rebotan sin hacer mella palabras como verdad, democracia y libertad.
En conclusión
De lo anterior se infiere que no hay que perder el tiempo con el conglomerado afectado por estas características y dedicarse – cual modernos Diógenes – a identificar linterna en mano, en cada barrio o pueblo de la geografía nacional, a la ciudadanía responsable, democrática, honesta y digna, consciente de que el progreso colectivo depende únicamente de la superación individual a través del trabajo, del estudio y de la responsabilidad consigo, con los suyos y con la patria, que se encuentra confundida entre la dinámica sociopolítica impuesta por el dinero y el miedo del poderoso entre poderosos de Miraflores. No gastar pólvora en zamuros debe ser la consigna, pues a estas alturas de la decantación sí es verdad que chavista es chavista hasta que se muera o lo atrape la justicia.
Rafael Marrón González
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