La
ignorancia es la falta de información adecuada para formar una opinión válida y
poder tomar una decisión acertada, ajustada a la lógica y al sentido común, es
absolutamente curable con la profusión de medios informativos y formativos al
alcance del común. Pero si se descuida hace metástasis en estupidez, que es la
incapacidad para entender, para asimilar el aprendizaje y usar el conocimiento,
creando una barrera impenetrable para la lucidez, y la estupidez es incurable,
y si toma el cuerpo social por imperativos de la autoridad, como está
sucediendo en Venezuela, el asunto es de lo más delicado, cualquier exabrupto
puede suceder.
Recuerdo
nítidamente cuando la ignorancia supina asaltó el poder con su complejo de Adán
y sus planes refundadores. Había que destruir todo para construir sobre los
escombros una nueva república, una nueva sociedad y, por encima de todo, ¡un
hombre nuevo!, (aquí fanfarrias). El asombro no cesaba ante cada declaración
pública de los próceres del nuevo proceso independentista, cada una más
destartalada y risible y ruinosa por imposible. Sabíamos que esas
propuestas eran una apuesta segura al fracaso.
Porque ya
había sucedido múltiples veces. Y para comprobarlo solamente había que darse un
ligero paseo por el malecón de La Habana, luego de 50 años de socialcomunismo.
O acudir a los textos de historia que están repletos de revolucionarios que,
como el poeta Maiakovski que quiso cambiar hasta el idioma en Rusia y acabó suicidándose,
terminan arando en el mar como Bolívar, es decir, cambiándolo todo a sangre y
fuego, para que todo siga igual -Tancredo dixit- con nuevos actores pero en las
mismas ubicaciones: vivos arriba, pendejos abajo.
Porque
sencillamente lo que es fue y lo que será ha sido. Por lo tanto no hay nada
nuevo bajo el sol, como dijera Salomón. Por esto no es posible entender que
luego de quince años en el poder, codeándose con lo más granado, por selecto,
del estrellato internacional, participando en cenas de 80 mil dólares en Nueva
York, alojándose en hoteles constelados, todavía esta gente se meta el paltó
por dentro del pantalón, salvo por la ignorancia eclosionada en estupidez. Y es
así, literalmente porque solo de esa manera podemos explicarnos cómo es posible
que este gobierno siga aferrado a un modelo político inviable por el fracaso
económico que arrastra consigo.
Son quince
años de evidencias contundentes y no han sido capaces de intuir siquiera, que
su modelo es un imposible práctico, que se mantenía, con la ficción de
funcionar, por los altos precios del petróleo, pero que era insostenible en el
tiempo y que la terquedad de no reconocerlo, adosando las consecuencias de sus
errores a elementos exógenos, practicando la filosofía del avestruz, causaría la
ruina de la nación y la destrucción de su proyecto político pivotado en la
pobreza a conveniencia. Y es que la ignorancia cree que es posible que el
socialcomunismo combata efectivamente la pobreza, cuando es su base de
sustentación.
No lo hará
jamás porque para ello es imprescindible combatir la ignorancia en primer
término. Y eso generaría una oleada de pensamiento crítico que barrería con
dogmas, mitos, creencias, supersticiones, ideologías y oscurantismo, imponiendo
la razón sobre las emociones. Así que la pobreza es cuidadosamente cultivada
por el socialcomunismo como fruto exquisito del munífico árbol de la
ignorancia. Y es el ignorante quien -reconociendo que sufre de ignorancia y que
ésta es curable con información y conocimientos- debe percatarse a plenitud de
su falencia -en lugar de irritarse con quien lo diagnostica- y buscar remedio
eficaz a su dolencia si en verdad quiere abandonar la pobreza en la cual
vive en un indolente desgaste orgánico.
Insisto en
la característica calamitosa de la ignorancia, que debe ser tratada con
contundencia, si no queremos que siga la estupidez, como hiedra, asfixiando las
posibilidades de la nación.
La ignorancia: fábrica de pobreza
Simón
Rodríguez -colgado en el “árbol de las tres raíces”- solía decir: son pobres
porque son ignorantes no a la inversa -porque la ignorancia no logra entender
que el futuro, como lugar o cosa que viene hacia ti, no existe, sino que es un
sustantivo que define al laborioso edificar de los sueños para que vayan
convirtiéndose en realidad.
El ladrillo
se llamará pared o casa al final del trabajo de colocarlos uno encima del otro,
sin pausa, presente a presente. Y el primer ladrillo iniciará el futuro como el
primer año universitario edificará al doctor. O la primera moneda ahorrada se
llamará riqueza. Sin embargo, para la ignorancia el futuro es un lugar
pletórico de felicidad -otra magalla que no existe o como dice Fernando Savater
“lo que llamamos felicidad es en verdad prolongados momentos de alegría”- al
que arribará sin esfuerzo, y por lo tanto vive lleno de “esperanzas”, otro
artificio que la ignorancia confunde con esperar, cuando debiera llamarse
“buscanza”, porque es en el “buscar” donde anida el “encontrar”.
Pero la
ignorancia busca en esperanzas lo que tiene al alcance de su voluntad. Otra de
las falacias que ha creado la ignorancia para justificar su torpeza, es la
“suerte”, porque considera que el logro personal -que debe ser a través del
trabajo, el estudio y la responsabilidad- es asunto del azar, de la buena
fortuna, del gobierno “de mano bienhechora” y por ello malgasta el tiempo sin
tomar la menor decisión para su mejoramiento social, y dilapida su salario, que
es vida no renovable, logrando que el trabajo estable produzca miseria
estabilizada.
Y la
ignorancia cabalga también en pos de lo gratuito, que tampoco existe porque
alguien lo paga, esclavizándose mentalmente por las promesas de una vida mejor
que supuestamente reside en la generosidad paternal del Estado, cuando no es
así y las evidencias sobran en el Primer Mundo que en muchos casos no tiene
riquezas naturales de ningún tipo. Así que no le tengamos temor a llamar las
cosas por su nombre y a reconocer en sí, en los suyos o en el otro los rasgos
que determinan la ignorancia, y hacer todo lo necesario para combatirla, pues
así como Atila lo era de Dios, la ignorancia es el azote de la libertad.
Rafael
Marrón González
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