La
violencia delictiva que caracteriza estos turbulentos tiempos venezolanos, que
ha generado el malestar social de la inseguridad personal, en realidad es el
resultado del crecimiento exponencial y descontrolado del segmento poblacional
ocupado por los operarios físicos vegetativos y erráticos, individuos
elementales, de simple desgaste orgánico, altamente emocionales, predispuestos
al resentimiento y a la violencia, sin ética ni moral, siempre al límite de la
legalidad, que dependen del Estado para su bienestar, sin ningún aporte
individual para su desarrollo, que los sociólogos calculan actualmente en un
monstruoso 40%, y que, durante los 40 años de la democracia, se había mantenido
bajo control, pero que al arribo de la revolución castrista al poder se le
adjudicó patente de corso para satisfacer a la fuerza sus necesidades y deseos
de reconocimiento social.
La alarmante cifra
de homicidios durante estos quince años de irresponsable gobierno castrista en
Venezuela, de los cuales, según el ministro de relaciones interiores, el 90%
ocurrieron en ajustes de cuenta entre delincuentes, nos puede dar una
idea del elevado porcentaje de venezolanos que sobreviven en el escenario
cotidiano de la violencia, que en estos momentos ha adquirido características bestiales
por el salvajismo de sus ejecuciones.
Por eso, si
nuestra sociedad no es capaz de entender que los problemas sociales que nos
aquejan son producto de la falta de cerebrización – natural o cultural - que
San Pablo llamó conciencia – capacidad de distinguir el bien del mal – y no de
“la pobreza” o del capitalismo, como aseguran en Imbecilandia, estamos
condenados al miedo y a la incertidumbre por generaciones, con el agravante de
que si no se le pone coto con determinación, destruirá lo poco de civilización
que hemos podido alcanzar, por la reproducción aleatoria y sin compromiso con
la sociedad, y la barbarie será el destino inexorable que ya amenaza con
devastarnos.
Y aquí la escuela
– fracaso colosal y universal como forja del humanismo - tiene la responsabilidad
determinante de reinventarse y corregir su norte - tal como existe no sirve -
pues ante la falta de criterio propio de la cerebrización natural, que permita
el razonamiento lógico que nos humaniza, es necesaria la intervención cultural
de la escuela para introyectarla: por ejemplo, la lógica formal debe ser
materia privativa en todas las carreras universitarias, quien no la apruebe no
se gradúa. Y punto.
Ya basta de una
Universidad egresando tarados morales destinados a la depredación y al delito,
bajo el pretexto de la igualdad de oportunidades por justicia social. El
abandono escolar en las etapas tempranas de la educación tiene que ser materia
de alta preocupación para el Estado, así como la elevada tasa de reproducción
irresponsable en los sectores más depauperados de la sociedad, pues, con las
excepciones de rigor, coadyuvada por la ignorancia, es el semillero de la
violencia y el delito. Es hora de admitir sin rubores pobrecitistas, que la
única división de la humanidad es cerebral, por ello no admito la posibilidad
de “pensar diferente”, se piensa o no se piensa. Piensa y acertarás.
La violencia
del liderazgo estigmático
Quien
“cree” por el influjo de una mente astuta, por no poder pensar por si, por
seguimiento ciego a la figura que su emocionalidad considera de
autoridad, es susceptible a seguir hombres providenciales y no ideas, a
ser manipulado, a obrar por el estímulo salival, a obedecer a rajatabla
consignas emotivas – “patria o muerte” teniendo patria - a fundir su
individualidad en la masa de conciencia colectiva, a ser usado para denunciar y
delatar bajo falsas premisas de lealtad, a caer en la trampa de la impunidad
que lo muta reo de las circunstancias; y si quien se erige como líder es un
irresponsable que le dice lo que puede hacer – “quien tenga hambre puede robar”
- en lugar de lo que debe hacer – trabajo, estudio, responsabilidad -
tendremos un tsunami social de lo más previsible y si, además, insufla en esa
masa acerebrizada la falsa superioridad moral del empoderamiento artificial,
por ósmosis – “poder popular” - entonces tendremos la explicación de la
anormalidad social que sacude las raíces de la nacionalidad, por pérdida del
respeto y de la moral pública.
Los delincuentes
son exaltados al Salón de la Fama, mientras el mérito es satanizado y debe
emigrar – “90% de los emigrantes son universitarios, 40% tienen estudios de
maestría y 12% son doctores” – qué país puede resultar de esa perversión,
tomando en consideración el porcentaje de ciudadanos realmente productivos que
posee la nación.
Un líder político
estigmático – que convierte el poder carismático en arma de manipulación - que
usa el verbo calculada y desmesuradamente, como lo advertía el filólogo judío
Karl Krauss en tiempos de Hitler, para alucinar a la masa “femenina e
histérica” que lo endiosa, no puede obtener otro resultado que el crimen y la
violencia.
El 24 de junio de
2012, el extinto se atrevió a expresar, durante su discurso conmemorativo del
191 aniversario de la Batalla de Carabobo: “quien no es chavista no es
venezolano”, emulando el grito de guerra de los feroces indios caribes, “solo
nosotros somos gente”, lo que significó el reconocimiento oficial de la
violencia política como arma de imposición ideológica, que hasta entonces se
había considerado como la actitud de grupos de fanáticos de bajo nivel.
Sin embargo, ese
estado de violencia crónica en la cual viven los hombres y mujeres del gobierno,
que se manifiesta en un lenguaje soez, impropio, desconsiderado, insultante,
calumniador, se ha convertido en una evidencia de la irracionalidad de su
planteamiento político - perdido el cauce incendiario, implosiona - lo que
genera, por desesperación, más peligrosa violencia verbal, como la que
caracterizó las declaraciones hasta del propio presidente de la república, con
motivo del asesinato de uno de sus allegados que había escalado las más altas
posiciones dentro de la organización y del Estado, encaramado en la violencia –
arma inequívoca de quienes carecen de racionalidad - que lo arrasó de la manera
más cruel e impía. Sale pa´llá.
Rafael Marrón González
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