Me contaba un amigo portugués el caso de
su abuelo materno, quien, viudo, al cumplir 60 años, decidió emigrar, de su
humilde pueblo del Tras os Montes, para Brasil. Luego de un silencio de veinte
años recibieron una efusiva carta del abuelo que al cumplir 80 años, en unión
de sus hijos habidos en una nueva pareja, les invitaba a pasar unos días en
Brasil, y les anexaba los pasajes y dinero para gastos.
En 20 años, este anciano había logrado el
sueño americano con su trabajo y su responsabilidad. En cambio, en cualquier
conversación entre jóvenes trabajadores nuestros, usted escuchará el deseo de
dejar de trabajar a los 50. Se trabaja para dejar de trabajar y, lo más grave,
se comete, según San Agustín, el pecado de amar el dinero sin el trabajo, es
decir la parte sin el todo. Y en la letra de una canción venezolana,
inmortalizada por nuestro Alfredo Sadel, se asegura que el trabajo, que es la
esencia de la afirmación, de la liberación, de la promoción y del crecimiento del
hombre, “lo hizo Dios como castigo”, concepción bíblica del trabajo como la
sanción penal que Dios impuso a Adán al expulsarlo del paraíso terrenal y
maldecirlo por su pecado original:
“Maldito sea el suelo por tu culpa. A
fuerza de fatiga sacarás de él tu subsistencia todos los días de tu vida”
(Génesis, 3, 17). Recordemos que el paraíso terrenal estaba a orillas del
Tigris y del Eúfrates, única zona feraz en esa inmensa extensión de
infertilidad y soledad. Al ser expulsado Adán de ese lugar donde todo nace y
produce con facilidad, sus descendientes tuvieron que hacer prodigios para
subsistir, ganarse el pan a fuerza de sudor.
Fue Adám Smith (1723 – 1790) quien utiliza
la palabra como la idea central de la economía política, al sostener que la
riqueza de una nación no está en el oro ni en la plata que posee, sino en el
trabajo de sus habitantes. Eso explica por qué un país rico en productos
naturales, como Venezuela, tiene tan alarmante índice de pobreza, pues el
Estado, como sustituto del Paraíso bíblico, está constitucionalmente obligado a
mantener al pueblo, regalándole comida, vivienda y vacaciones, pero… como
escribió León Trostky, con la perversión que sufre hoy Venezuela, “el viejo
principio quien no trabaje no comerá, ha sido reemplazado por quien no obedezca
no comerá”.
Para Carlos Marx, el trabajo es, “…en
tanto que produce valores de uso, en tanto que es útil, la condición
indispensable de la existencia del hombre, una necesidad eterna, el mediador de
la circulación material entre el hombre y la naturaleza”, razonamiento que Raúl
Castro entendió demasiado tarde y que lo hizo confesar que “el pueblo cubano no
podía seguir siendo el único pueblo del planeta que vivía sin trabajar”. Ahora
no lo hace trabajar ni Dios. Que ser parásito es una de las virtudes del
socialismo real.
Juan Pablo II y el trabajo
“El trabajo es una de las características
que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad,
relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo;
solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo,
llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el
trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo
de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo
determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma
naturaleza”.
Trabajo y sindicato
Soy un crítico del sindicalismo venezolano
por su obsesión simplista hacia lo salarial y centrarse en el bienestar del
propio trabajador, obviando la familia y el entorno social. Esa indiferencia ha
creado una de las mayores perversiones históricas de nuestra sociedad, que el
trabajo estable, llamado “empleo” porque debería producir movilidad social,
produzca miseria y miserables.
La concepción marxista de las relaciones
obrero patronales, se ha calcificado en la estructura sindical, impidiendo la
generación de nuevas ideas y nuevas formas de relacionarse, en una moderna
visión corresponsable, sindicato, patrono, trabajador, familia, entorno,
que en realidad produzca desarrollo. Si un trabajador es vicioso y
dilapida su salario, el sindicato debe pedir a un tribunal declararlo menor de
edad y judicialmente llevar el salario, o la mitad como contempla la ley, a su
familia.
El sindicato debe tener una secretaría de
asuntos sociales que se ocupe de la supervisión de la educación de los hijos de
los trabajadores y de conseguirles becas a los mejores estudiantes. El
sindicato no solo debe lograr mejoras salariales para el trabajador, sino que
es su responsabilidad, delegada en el momento de su elección, el bienestar
integral del trabajador, no como masa, que es como les gusta, sino como
individuo que es como progresa la sociedad. Porque el fin último del trabajo es
la familia.
El sindicalismo venezolano, que es el que
conozco, se ha constituido, con las excepciones de rigor, en una forma de
vivir sin trabajar. Sempiternos dependientes del sistema, indiferentes al
conmovedor drama humano que se escenifica a sus espaldas y que crece como
hiedra venenosa amenazando destruir la sociedad: vicios, violencia
intrafamiliar, abandono, miseria, ignorancia, delincuencia, miedo, todo
mantenido con el trabajo. No se han percatado todavía, o les interesa que así
continúe, que en buena medida el pueblo adulto venezolano es aduldolescente
(adultos físicos pero adolescentes mentales) por sus carencias e
irresponsabilidad.
La cultura del trabajo
Sorpresivamente para muchos, por su
populismo ruinoso, Juan Domingo Perón sostenía: “solamente hay una clase de
hombres, los que trabajan”, con lo que definía contundentemente la cola de
parásitos que amanecían a las puertas del despacho de Eva Duarte para recibir
una limosna estatal.
La fracasada escuela venezolana tiene el
deber histórico de reinventarse, comenzando por imponer la cultura del trabajo
como elemento esencial de su pedagogía, de la que derivará la cultura de la
dignidad, del orgullo personal por la productividad y el respeto inmanente por
el producto del esfuerzo personal: la propiedad privada.
Rafael Marrón González
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