Cuando denuncio al ladrón y al canalla sólo al canalla y al ladrón señalo

Cuando llamo ladrón al ladrón y canalla al canalla, sólo al ladrón y al canalla aludo. Ladrones y canallas suelen cobijarse bajo la pudibundez moral, la insulsa descalificación y las leyes dictadas ex profeso para acallar la voz tronante que los desnuda como canallas y ladrones. Nada me produce más satisfacción que contemplar los cadáveres insepultos de ladrones y canallas, aullando sus pútridas carnes las huellas de mi látigo, deambular ululantes en los muladares buscando un rincón para cavar sus tumbas con la sordidez de su moral deshilachada. ¡Silencio ladrones y canallas que, aunque los tiempos parecen favorecer a canallas y ladrones, este espacio es un reducto de la decencia y de la integridad!

5 de octubre de 2014

JHON SAMPSON WILLIAMS: EL ÚLTIMO BOHEMIO




En verdad su nombre era Juan Orlando, pero quiso llevar el nombre de su padre, más acorde con su generosa negritud, y de su admirado Coltrane que también le metía al vino con  fruición desesperada. Pero conste que en eso de admirar Jhon era más bien parco salvo Zubin Mehta y su Jesús Soto, el perínclito, como lo adjetivara en texto indispensable para la lectura del maestro del Cinetismo, que escribía con ortografía de primer grado porque lo suyo era la plástica y no la literatura, a la inversa de Jhon.

Leal a los amigos, en lo que coincidía con el poeta Nicolás Guillen: “la humanidad, los amigos, lo demás, la selva”, Jhon era un asunto de versos y tabernas. Y de la placidez de il dolce non far niente, del que era devoto impenitente en ese trasegar a brazada larga en el que transcurrió su vida en un delirio de alcohol. De  la creación  plástica se alejó, aunque talento y destreza la sobraban, quizá la cercanía bohemia con Soto le espantó las pretensiones y se dedicó a estimular valores de su Ciudad Bolívar adoptiva que lo vio sampsonear por las tabernas del Paseo Orinoco en pos de la prolongación de la parranda.

Fue un gran bebedor de 12 a 12 – “que el sol no me atrape en el camino” - y un fumador empedernido. Aunque el exceso le pasó factura,  estoy seguro de que la pagó gustoso, pues  en los sordos mostradores, entre el denso humo que le causó el enfisema,  surgieron poemarios como Talco y Bronce o Habitantes del agua. Y es que Jhon disfrutó su pasión militante por el escocés, al que se mantuvo fiel hasta el final, gracias al aporte cómplice  de varios amigos de Ciudad Bolívar que se encargaban de que no  faltara el suministro, pero hubo días de sequía verdaderamente preocupantes, pues la sobriedad es cruel con aquellos que la eluden para evadir la realidad, que suele ser despiadado espadachín –

“…bebo y debo en Venezuela/ donde como en todas partes el delito es vitalicio. Y puesto que nadie sabe/ donde guarda réplicas la nada/ me sucedo”.

Y es que Jhon era poeta. De la clase verdadera. De los que aman la belleza sin codiciarla. De los que sufren tanto el dolor de vivir que son incapaces de asumirlo a la luz de la conciencia: “Dichoso el árbol/ que es apenas sensitivo”, escribió Rubén Darío, otro insigne borracho como el viejo Ernest. “Pues no hay dolor más grande / que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre /que la vida consciente”.

Mientras tuvo autonomía para desplazarse, apoyado en su bastón, se aventuraba por cercanas barras de amigables contertulios, pero al fallarle la fuerza se recluyó en su hogar “acompañado de la única mujer que no me ha abandonado”, la televisión: “La calle, el mundo interior, los artificios de la culpa, demuestran que el riesgo de ser feliz es atroz”. En la casona familiar llena de recuerdos y con la respetada huella de su padre en los rincones, colgó Jhon su colección de arte, la que fue enriqueciendo con los años, con obsequios de sus amigos artistas, consagrados y noveles.

Amó Jhon a sus hijos y a su madre con sagrada devoción:

“Madre y mis hijos/ madre amiga/ bebiendo la llama desde luego/ mientras ni Cristo estropea sus nogales. Ella ha de ser sobre la tierra/ lentisco, hazaña y alma. Con sus remos. Madre conjuntada. Mis hijos/ mis hijos de luces/ ornados de polen donde no ponen cercos. Mis hijos por el bosque. Que cantan en las terrazas segando águilas. Que sin verlos los veo en el ayuno con los bueyes de Itaca. Huelen a líquenes y risas averiadas/ en un abrazo sobre el agua. En el fondo de sus gargantas los signos cortan carenas e imputaciones al alba. ¿Qué serán?”.

La última vez que nos encontramos fue en la fiesta aniversaria del diario el Progreso, en Ciudad Bolívar. Llegó en taxi y percibí su deterioro físico, a duras penas subió los pocos escalones que lo separaban del asiento más cercano. Respiraba con dificultad y las piernas le flaqueaban mientras posaba para una foto oportuna y cuando alguien le trajo una silla de ruedas, le reclamó su trago, porque la sobriedad en silla de ruedas tiene mucho de tragedia.

Así era Jhon, el entrañable amigo que he perdido. Al que solía visitar cuando el aburrimiento hacía metástasis, bien provisto de los sabrosos roti de la calle Roma de Puerto Ordaz,  que degustaba con especial deleite, y del güisqui cuya oferta permitiera su consumo inmoderado en el bar de su casa, con “Solo llamé para decir te amo” como fondo, tema que exigía repetir hasta el exhausto. Y eran tardes de conversa prolongada que en más de una oportunidad comenzaban con una entrevista espontánea que se transmitía por un canal privado, cuyo propietario gratificaba a Jhon con un programa pret a porter, que el poeta grababa con su vaso en la mesa transmitiendo el inconfundible ámbar de su contenido. Que para los poetas no hay nada más insúltate que la hipocresía. Y Jhon se nos ha ido.  Y a su sepultura se llevó el desplante de último bohemio: “La muerte es más benigna de lo que suponen sus exégetas”. Hasta siempre poeta.    


Rafael Marrón González

0 comentarios: