En verdad su nombre era Juan Orlando, pero quiso llevar el
nombre de su padre, más acorde con su generosa negritud, y de su admirado
Coltrane que también le metía al vino con fruición desesperada. Pero
conste que en eso de admirar Jhon era más bien parco salvo Zubin Mehta y su
Jesús Soto, el perínclito, como lo adjetivara en texto indispensable para la
lectura del maestro del Cinetismo, que escribía con ortografía de primer grado
porque lo suyo era la plástica y no la literatura, a la inversa de Jhon.
Leal a los amigos,
en lo que coincidía con el poeta Nicolás Guillen: “la humanidad, los amigos, lo
demás, la selva”, Jhon era un asunto de versos y tabernas. Y de la placidez de
il dolce non far niente, del que era devoto impenitente en ese trasegar a
brazada larga en el que transcurrió su vida en un delirio de alcohol. De
la creación plástica se alejó, aunque talento y destreza la sobraban,
quizá la cercanía bohemia con Soto le espantó las pretensiones y se dedicó a
estimular valores de su Ciudad Bolívar adoptiva que lo vio sampsonear por las
tabernas del Paseo Orinoco en pos de la prolongación de la parranda.
Fue un gran
bebedor de 12 a 12 – “que el sol no me atrape en el camino” - y un fumador
empedernido. Aunque el exceso le pasó factura, estoy seguro de que la
pagó gustoso, pues en los sordos mostradores, entre el denso humo que le
causó el enfisema, surgieron poemarios como Talco y Bronce o Habitantes
del agua. Y es que Jhon disfrutó su pasión militante por el escocés, al que se
mantuvo fiel hasta el final, gracias al aporte cómplice de varios amigos
de Ciudad Bolívar que se encargaban de que no faltara el suministro, pero
hubo días de sequía verdaderamente preocupantes, pues la sobriedad es cruel con
aquellos que la eluden para evadir la realidad, que suele ser despiadado
espadachín –
“…bebo y debo en
Venezuela/ donde como en todas partes el delito es vitalicio. Y puesto que
nadie sabe/ donde guarda réplicas la nada/ me sucedo”.
Y es que Jhon era
poeta. De la clase verdadera. De los que aman la belleza sin codiciarla. De los
que sufren tanto el dolor de vivir que son incapaces de asumirlo a la luz de la
conciencia: “Dichoso el árbol/ que es apenas sensitivo”, escribió Rubén Darío,
otro insigne borracho como el viejo Ernest. “Pues no hay dolor más grande / que
el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre /que la vida consciente”.
Mientras tuvo
autonomía para desplazarse, apoyado en su bastón, se aventuraba por cercanas
barras de amigables contertulios, pero al fallarle la fuerza se recluyó en su
hogar “acompañado de la única mujer que no me ha abandonado”, la televisión:
“La calle, el mundo interior, los artificios de la culpa, demuestran que el
riesgo de ser feliz es atroz”. En la casona familiar llena de recuerdos y con
la respetada huella de su padre en los rincones, colgó Jhon su colección de
arte, la que fue enriqueciendo con los años, con obsequios de sus amigos
artistas, consagrados y noveles.
Amó Jhon a sus
hijos y a su madre con sagrada devoción:
“Madre y mis
hijos/ madre amiga/ bebiendo la llama desde luego/ mientras ni Cristo estropea
sus nogales. Ella ha de ser sobre la tierra/ lentisco, hazaña y alma. Con sus
remos. Madre conjuntada. Mis hijos/ mis hijos de luces/ ornados de polen donde
no ponen cercos. Mis hijos por el bosque. Que cantan en las terrazas segando
águilas. Que sin verlos los veo en el ayuno con los bueyes de Itaca. Huelen a
líquenes y risas averiadas/ en un abrazo sobre el agua. En el fondo de sus
gargantas los signos cortan carenas e imputaciones al alba. ¿Qué serán?”.
La última vez que
nos encontramos fue en la fiesta aniversaria del diario el Progreso, en Ciudad
Bolívar. Llegó en taxi y percibí su deterioro físico, a duras penas subió los
pocos escalones que lo separaban del asiento más cercano. Respiraba con dificultad
y las piernas le flaqueaban mientras posaba para una foto oportuna y cuando
alguien le trajo una silla de ruedas, le reclamó su trago, porque la sobriedad
en silla de ruedas tiene mucho de tragedia.
Así era Jhon, el
entrañable amigo que he perdido. Al que solía visitar cuando el aburrimiento
hacía metástasis, bien provisto de los sabrosos roti de la calle Roma de Puerto
Ordaz, que degustaba con especial deleite, y del güisqui cuya oferta
permitiera su consumo inmoderado en el bar de su casa, con “Solo llamé para
decir te amo” como fondo, tema que exigía repetir hasta el exhausto. Y eran
tardes de conversa prolongada que en más de una oportunidad comenzaban con una
entrevista espontánea que se transmitía por un canal privado, cuyo propietario
gratificaba a Jhon con un programa pret a porter, que el poeta grababa con su
vaso en la mesa transmitiendo el inconfundible ámbar de su contenido. Que para
los poetas no hay nada más insúltate que la hipocresía. Y Jhon se nos ha ido.
Y a su sepultura se llevó el desplante de último bohemio: “La muerte es
más benigna de lo que suponen sus exégetas”. Hasta siempre poeta.
Rafael
Marrón González
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