La única manera de actuar
obedeciendo criterios conceptuales, es definiendo. Si una cosa de cuatro patas
ladra es perro. Si muge es vaca. Si pita es carro. Y punto. No hay confusión
posible.
Un ejemplo de definición precisa la
encontramos en San Agustín, que definió el pecado como amar la parte sin el
todo, como el sexo sin amor o el dinero sin el trabajo, situándolo en el
plano humano. Al definir obtenemos la recompensa de la claridad del rumbo. Y,
además, la certeza de poder ser comprendido con mínimo margen de error.
Por eso, por ejemplo, si un
político decide que su proyecto se inscribe en el “progresismo” su deber, para
evitar las confusiones y ulteriores reclamos airados, como le pasó a CAP, es
definir a cuál corriente pertenece, puesto que hay diferencias sustanciales
entre el progresismo europeo, el latinoamericano o el estadounidense. En
América Latina es marxismo, antiimperialismo, ecologismo, nacionalismo y hasta
estado benefactor, mientras que en Europa es sinónimo de izquierda renovada, y
en USA es lo contrario a conservadurismo, sin embargo su origen es
liberal.
Así que no es fácil ser entendido a
menos que se explique con detalle lo que se quiere significar cuando se asume esa
posición política, sobre todo si quien la difunde es un dedicado opositor al
socialismo, a menos que esté inscrito en la corriente “socialismo bueno,
el mío, socialismo malo, el tuyo”. Porque seguimos en Babia, y el pueblo puede
entender que el problema es Maduro y no el sistema comunista, que, teóricamente
es una utopía que ofrece la felicidad general por la igualdad
absoluta, donde cada quien recibe del Estado omnipotente sus recursos de
supervivencia según sus necesidades.
Pero que siempre, y en todas sus
variantes, termina en sistemas liberticidas dirigidos por astrosos criminales,
como Lenin, Stalin, Pol Pot, Kim Il Sung II y descendencia, Fidel…, porque,
sencillamente, es antinatural, y el ser humano no es especie como los animales,
sino que cada sujeto es único e irrepetible. Y es esa característica la que
crea desigualdad y propugna la libertad para el pleno desarrollo de las
potencialidades naturales.
Es decir, que el socialcomunismo es
un sistema para gerenciar granjas porcinas, no pueblos. Y esa verdad tiene que
difundirse con profusión, sin ambages ni retóricas estúpidamente respetuosas de
la opinión ajena, luego de un exhaustivo examen de conciencia, pues las
espinillas socialistas de la juventud heroica, todavía perviven en muchos de nuestros
vetustos líderes de oposición al régimen comunista de los Castro en Venezuela.
Por esta razón celebro la definición del historiador chileno Mauricio Rojas:
“la idea del hombre nuevo es genocida”. Claro y raspao. Sin falsos respetos que
envalentonen la maldad.
De utopías esta tapizado el
infierno
Hay que ver los crímenes horrorosos
que se han cometido en nombre de las tantas utopías, como la
comunista/socialista, que buscan la felicidad del hombre, por decreto.
Comenzando por los homicidios de las distintas confesiones religiosas, algunas
en el pasado – recuerden a la joven Juana de Arco - otras todavía hoy,
para obligar al hombre a renunciar a su libre albedrío para someterse a los
dictámenes de esa desesperada invención de la incertidumbre que llamamos Dios,
Alá o Jehová, y que se han originado, precisamente, en aquellas profundas
soledades en las que el hombre está a merced de la inclemencia de una
naturaleza hostil y cuya supervivencia es tan precaria que solo puede
explicarla con argumentos prodigiosos.
Exactamente lo que ha sucedido con
el socialcomunismo que nos ocupa germinado en hostiles escenarios marginados,
en los cuales los errores económicos de la buena fe produjeron apoyos a
tentaciones totalitarias de oportunistas de mala índole, que se han encargado,
paradójicamente, de convertir sistemáticamente a toda la población venezolana
en la viva expresión del intrínseco fracaso socialista.
Fuera las contradicciones
No comparto la excusa de que “si al
pueblo se le dice la verdad, perdemos las elecciones”, al pueblo hay que
despiojarlo de la ignorancia para que pueda entender a cabalidad las
consecuencias de seguir utopías inhumanas. Y hay que decirle, con todas sus
letras, que el socialismo, con su estúpido pobrecitismo que exalta la mediocridad
y la precariedad, es una fábrica de parásitos sociales irredentos sin más
esperanzas que alegrarse con el sufrimiento de quienes han sido empobrecidos y
comparten ahora el mismo vecindario decadente.
Es un deber patriótico ineludible,
hacerlo entender que no es posible sacar a un pueblo de la pobreza estimulando
la flojera y la dependencia, que solamente sirve para perpetuar tiranos en el
poder, por lo que no se les va a repartir cheques, sino trabajo y más trabajo.
Hay que llevar al pueblo a comprender su realidad a través de un sencillo
proceso filosófico que lo enseñe a determinar la verdad por la simple
observación de sus falencias particulares, para que emprenda, por un acto
volitivo individual, el camino cierto hacia su desarrollo.
La pobreza no es una bendición
bíblica, como tampoco es maldición el trabajo, sino un estado de carencias
producido por fallas estructurales en el sistema cultural y productivo
individual que impide al sujeto atar su presente al futuro. Y el reverso de la
pobreza no es la riqueza, quien quiera hacerse rico que compre barato y venda
caro, y ya, sino una vida digna, decente, decorosa, sin carencias elementales,
y allí la labor del gobierno debe circunscribirse, además de a sus obligaciones
administrativas y geopolíticas, a generar las condiciones para la inversión
nacional y foránea, que crea fuentes de trabajo estables, bien remuneradas que
deriven movilidad social, y a la dotación de servicios públicos
eficientes, de calidad y oportunos, incluyendo la seguridad ciudadana.
Ni izquierda ni derecha: Gobierno
dedicado a sus deberes constitucionales y ciudadanía a sus responsabilidades
consigo, con los suyos, con la sociedad. Binomio perfecto como propuesta
política absolutamente comprensible, sin lugar para confusiones ni
contradicciones, para obtener el bienestar general en sana paz, como
corresponde a una nación civilizada.
Rafael Marrón González
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