La UCLA realizó recientemente un foro en Barquisimeto cuyo título era ¿Vale la pena ser honesto?, ignoro las conclusiones del evento, espero que hayan sido afirmativas, sin embargo una comunidad universitaria que se plantee ese falso dilema – el solo planteamiento es ya, de suyo, inmoral - es indicativo de la grave lesión actitudinal que afecta al pueblo venezolano, pues la honestidad es, por nativismo, un valor intrínseco absoluto del hombre cerebrizado, que ha mutado su naturaleza humana en condición humana por la verdad y la justicia, es decir decantada por la moral y la ética, por lo tanto no puede ser cuestionada, ni su praxis sujeto de foros o encuestas o decisiones de mayorías, pues la honestidad es la actitud mediante la cual establecemos la relación con los demás, y exige coherencia entre pensamiento y acción, y su antónimo, no es “deshonestidad” como comúnmente se establece, dejando su definición en un limbo asociado al incumplimiento de obligaciones, en confusión con honradez, a la que está asociada pero con una cobertura más amplia, sino traición, y su consecuencia es la desconfianza que rigidiza las relaciones humanas, pagando en la realidad más los justos que los pecadores, pues las normas tácitas impuestas por la sociedad para impedir la traición a la confianza, opacan las acciones honestas que deberían enmarcar esas relaciones ideales, entonces, por mandato de la cotidianidad de la traición, se ha generado un espécimen del cual se encuentran muy orgullosos ciertos venezolanos: el vivo.
Este tarambana moral, es un degenerado abusador, que vive al borde del
delito, que, desgraciadamente, infecta un porcentaje demasiado elevado de la
población venezolana. Y lo triste es que la sociedad en la cual se mueve “el
vivo” – vivos, en realidad, son los honestos - lo considera una especie
de sobreviviente habilidoso al que hay que imitar en lugar de someterlo al
desprecio general, lo que la ha transformado en protectorado de delincuentes,
de allí su profusión.
Hay que ser honesto y punto
Esta pérdida de la moral pública ha generado, en verdad y por
desesperanza, cierto cuestionamiento de la honestidad, pero que no debemos
jamás llevar al plano de legitimación, sobre todo por los resultados económicos
pues un trabajador que vive de su salario está en desventaja financiera con el
traidor que roba a su patrón o al estado, al que llamamos eufemísticamente
corrupto, cuando es un maldito traidor porque banaliza el trabajo honesto, que
aunado al estudio y a la responsabilidad debería ser la única fuente de
progreso con reconocimiento social.
Y la laxitud moral en la que ha caído nuestra sociedad, ha generado un
estado obsceno de impunidad en la cual estos traidores disfrutan, junto a sus
familias, degradadas por su conducta delictiva, de los beneficios de su
traición, y hasta muestran su opulencia con arrogancia prepotente, aparentando
una falsa superioridad ante la humilde posición de la verdad derivada de la
honestidad - lo que la sociedad no sanciona, la ley obvia - por eso es
tan difícil para un humilde trabajador de un barrio mantener a sus hijos
alejados de la delincuencia, pues esta genera ingresos tan vastamente
superiores a los del trabajo, mostrados a través de símbolos externos de su
poder adquisitivo, que la tentación es, muchas veces, irresistible.
Sin embargo, el trabajo honesto sigue concitando seguidores,
manteniéndose así como valor comparativo que hace resaltar lo mal habido
y timbre de orgullo familiar que reditúa uno de los máximos galardones de
la vida, que el traidor sacrifica por la efímera ostentación de bienes
materiales: la dignidad. Un traidor a la honestidad deja siempre una herencia
de murmullos que persigue hasta el último miembro de su descendencia: De ser un
rico heredero/ alardeaba un jovenzuelo/ por el mal habido dinero/ que le heredó
su abuelo.
Honestidad: locus de control interno
Para colmo, en las últimas décadas ha surgido una élite económica de
locus de control externo, generada por la asociación para delinquir con el
poder, cuya actitud social, demostrativa de una absoluta
ignorancia, está signada por el irrespeto a las convenciones sociales tácitas,
es el producto refinado del “pónganme donde haiga” que convirtió la búsqueda
del poder en una lamentable posibilidad de lucro personal y produjo, por la
desfachatez impune, un perverso ejemplo de superación artificial por el dinero
fácil, de procedencia ajena al trabajo, que ha causado un terrible daño a la
venezolanidad entendida como compromiso con el gentilicio, y, por extensión,
apoya así la pérdida por emulación de la honestidad colectiva – “si el de
arriba roba, por qué no yo” - pues la percepción del individuo coloca el origen
de su bienestar en esferas externas a su voluntad, a sus habilidades y al
esfuerzo personal. Por supuesto que este dinero fácil, salvo que sea producto
del azar, tiene como requisito indispensable la traición consciente a la
honestidad. Es decir la traición a la condición humana.
En conclusión
Recordando que el hombre no es animal – Aristóteles se peló -
sencillamente porque hace historia, ese detalle debe llevarnos a la reflexión,
pues aunque la honestidad nos guie hacia una forma modesta de vivir, que
algunos confunden con pobreza - la pobreza es una forma desidiosa de sobrevivir
- bien porque carezcamos de las habilidades correspondientes a la
producción de riquezas – no todos tenemos, dentro de la honestidad, ese
talento y menos como salariados - o porque, sencillamente nos dedicamos a
actividades no lucrativas, vale la pena la honestidad.
Vale la pena no traicionar nuestros ideales ni nuestro patrimonio moral,
herencia de nuestros hijos, y menos nuestro efímero paso por la etapa de esa
historia que confunde felicidad con riqueza. Y cuando la ostentación del
traidor rete nuestra resistencia y estemos a punto de sucumbir a la tentación,
recordemos a Salvador Díaz Mirón: “…hay aves que cruzan el pantano/ y no se
manchan/ mi plumaje es de esos…”.
Rafael Marrón González
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