La misión del lenguaje es comunicar ideas, necesidades y sentimientos, por lo tanto debe ser un reflejo fiel de la realidad. Usar un lenguaje lleno de sofismas que no son capaces de transmitir la contundencia de la realidad es una conspiración contra la verdad que afecta la moral y la ética de la sociedad.
Hacerse cómplice de las perversiones que afectan al cuerpo social por complacer las pretensiones elitescas de la hipocresía es una cobardía que potencia la quiebra de la moral pública.
Nuestra república está repleta de ladrones del erario, de ayer y de hoy, a quienes llamamos “corruptos”, una idiotez que carece de la fuerza justiciera de la palabra ladrón. Los delincuentes ahora son “malandros”, voz que se usa, en un proceso de banalización de su significado, hasta para descalificar a los muchachos de mala conducta. Y los delincuentes se ufanan de ser “malandros” – soy malandro y qué - porque en la semiótica popular la palabra tiene connotaciones heroicas, machistas, de tipo con arrestos.
No es posible que se despoje a la palabra de su carga semántica que aplica una sanción social y pretender que la inmoralidad no se propague. Así como la palabra crea – “primero fue el verbo” – también seduce, transforma y manipula. La palabra “puta” conlleva una lesión moral, a tal grado que las que practican este oficio para vivir, lo consideran el peor de los insultos, que califica, no sólo a la que practica el sexo por la paga, sino también a toda mujer promiscua o sexualmente desenfadada.
El significado de esta palabra – que el DRAE describe, además, como “denigratoria” - mantenía a las putas en guetos controlados por las autoridades. La sociedad, para paliar el gravamen, la sustituye por “prostituta” – DRAE: “persona que ejerce el sexo por dinero” - que significa exactamente lo mismo y tiene el aditivo oculto, pero suena mejor a los oídos gourmet de la hipocresía y más adelante las llamó “mujeres de la vida alegre”, “trabajadoras sexuales” y luego “damas que practican el amor libre” con la consecuencia de habernos llenado de putas por ociosidad o por la impunidad, sobretodo en el segmento de las “niñas bien” que practican el sexo al aire libre con sus amantes de ocasión, mientras un tercero filma la escena para colgarla en Internet o jóvenes trabajadoras que se prostituyen los fines de semana como intercambio para pagar la noche de fiesta, a este comercio sexual lo llaman los sofistas ”relación con amigos con derechos”. Vaya al carajo.
Y así ocurre con la legión de muchachos que se meten a maricos por la aceptación, de un supuesto tercer sexo, que la conspiración social llama “gay”. Y los padres, en lugar de alarmarse ante la evidencia amanerada y acudir a los especialistas médicos del ramo para analizar la actitud y carencias hormonales del adolescente, aúpan orgullosos el desarrollo de la conducta imitativa, porque supuestamente es un atributo de la inteligencia, hasta que el joven se prostituye y la ociosidad los pervierte por el orgasmo múltiple que les procura el sexo antinatural.
Gente indigna de toda laya, maltratadores de niños y mujeres, infidentes, traidores, calumniadores, embusteros, abusadores, deshonestos tienen un calificativo popular específico que los retrata y los estigmatiza: “Hijo de puta”, frase que el Diccionario de la Real Academia registra como “mala persona”. Y pregunto: ¿confrontar a un sujeto indigno de fiar con un “mala persona” tiene igual consecuencia que decirle por todo el cañón, “usted es un hijo de puta”?, que define también a liderazgos políticos pivotados en la descalificación y el insulto del adversario.
Lo cierto es, señores, que la realidad nos presenta un cuadro que no está siendo registrado por el lenguaje: Niñas preñadas a los ocho años, drogadictas embarazadas que paren niños de 600 gramos de peso; adolescentes – casi niñas – con el uniforme del colegio, que se prostituyen para comprar teléfonos celulares, menores de edad usados como asesinos a sueldo – que ahora llamamos “sicarios”, jerarquizando estúpidamente este flagelo criminal, pues la voz “sicario” traduce “profesional del crimen que alquila sus servicios “honestamente”, es puntual y cumplidor”. En Colombia este sustantivo es equivalente a “suicida”, porque el sicario sabe que una vez cumplida la misión será asesinado, pero asume el compromiso de matar y morir para “dejarle una casa a su mamá”, pero en Venezuela están amparados por la impunidad que les ofrece la ineficiencia del gobierno y el pobrecitismo de la sociedad alcahueta y cómplice.
Familias enteras – abuelos, padres, hijos – dedicados a la venta al por menor de drogas, que han constituido una nueva clase social, la Clase F; atracadores y secuestradores adolescentes llenos de odio, que usan la delincuencia para ejercer su crueldad, demostración del crecimiento desbocado del lumpen social – descendiente del hombre de neandertal - que amenaza la existencia de la sociedad. Pero, sin el menor sentido común, usamos – o estamos obligados a usar por normas imbéciles - un lenguaje de penjaus para describir una realidad ranchificada, deshilachada, pervertida.
Si algo me enorgullece es haber escapado a esta infame práctica decadente, pues en los veinte ininterrumpidos años que produje y conduje mi programa de radio Venezolanidad, siempre reté al poder – al de ayer y al de hoy - y llamé las cosas por su nombre, claro y raspao.
Mandé al carajo a todo quien se lo mereció, sin importar su jerarquía transitoria, llamé cobardes y ladrones a los líderes políticos del pasado que le entregaron el poder a Chávez y ahora quieren volver, porque es inmoral que vuelvan. A los empresarios explotadores y comerciantes especuladores, sindicalistas patronalistas, periodistas gobierneros, médicos mercantilistas, curas pederastas, llamé despreciables. A la puta llamé puta, al ladrón, ladrón, al marico, marico y al hijo de puta, con toda la fuerza de mi voz, ¡Hijo de puta! Sale pa´llá.
Hacerse cómplice de las perversiones que afectan al cuerpo social por complacer las pretensiones elitescas de la hipocresía es una cobardía que potencia la quiebra de la moral pública.
Nuestra república está repleta de ladrones del erario, de ayer y de hoy, a quienes llamamos “corruptos”, una idiotez que carece de la fuerza justiciera de la palabra ladrón. Los delincuentes ahora son “malandros”, voz que se usa, en un proceso de banalización de su significado, hasta para descalificar a los muchachos de mala conducta. Y los delincuentes se ufanan de ser “malandros” – soy malandro y qué - porque en la semiótica popular la palabra tiene connotaciones heroicas, machistas, de tipo con arrestos.
No es posible que se despoje a la palabra de su carga semántica que aplica una sanción social y pretender que la inmoralidad no se propague. Así como la palabra crea – “primero fue el verbo” – también seduce, transforma y manipula. La palabra “puta” conlleva una lesión moral, a tal grado que las que practican este oficio para vivir, lo consideran el peor de los insultos, que califica, no sólo a la que practica el sexo por la paga, sino también a toda mujer promiscua o sexualmente desenfadada.
El significado de esta palabra – que el DRAE describe, además, como “denigratoria” - mantenía a las putas en guetos controlados por las autoridades. La sociedad, para paliar el gravamen, la sustituye por “prostituta” – DRAE: “persona que ejerce el sexo por dinero” - que significa exactamente lo mismo y tiene el aditivo oculto, pero suena mejor a los oídos gourmet de la hipocresía y más adelante las llamó “mujeres de la vida alegre”, “trabajadoras sexuales” y luego “damas que practican el amor libre” con la consecuencia de habernos llenado de putas por ociosidad o por la impunidad, sobretodo en el segmento de las “niñas bien” que practican el sexo al aire libre con sus amantes de ocasión, mientras un tercero filma la escena para colgarla en Internet o jóvenes trabajadoras que se prostituyen los fines de semana como intercambio para pagar la noche de fiesta, a este comercio sexual lo llaman los sofistas ”relación con amigos con derechos”. Vaya al carajo.
Y así ocurre con la legión de muchachos que se meten a maricos por la aceptación, de un supuesto tercer sexo, que la conspiración social llama “gay”. Y los padres, en lugar de alarmarse ante la evidencia amanerada y acudir a los especialistas médicos del ramo para analizar la actitud y carencias hormonales del adolescente, aúpan orgullosos el desarrollo de la conducta imitativa, porque supuestamente es un atributo de la inteligencia, hasta que el joven se prostituye y la ociosidad los pervierte por el orgasmo múltiple que les procura el sexo antinatural.
Gente indigna de toda laya, maltratadores de niños y mujeres, infidentes, traidores, calumniadores, embusteros, abusadores, deshonestos tienen un calificativo popular específico que los retrata y los estigmatiza: “Hijo de puta”, frase que el Diccionario de la Real Academia registra como “mala persona”. Y pregunto: ¿confrontar a un sujeto indigno de fiar con un “mala persona” tiene igual consecuencia que decirle por todo el cañón, “usted es un hijo de puta”?, que define también a liderazgos políticos pivotados en la descalificación y el insulto del adversario.
Lo cierto es, señores, que la realidad nos presenta un cuadro que no está siendo registrado por el lenguaje: Niñas preñadas a los ocho años, drogadictas embarazadas que paren niños de 600 gramos de peso; adolescentes – casi niñas – con el uniforme del colegio, que se prostituyen para comprar teléfonos celulares, menores de edad usados como asesinos a sueldo – que ahora llamamos “sicarios”, jerarquizando estúpidamente este flagelo criminal, pues la voz “sicario” traduce “profesional del crimen que alquila sus servicios “honestamente”, es puntual y cumplidor”. En Colombia este sustantivo es equivalente a “suicida”, porque el sicario sabe que una vez cumplida la misión será asesinado, pero asume el compromiso de matar y morir para “dejarle una casa a su mamá”, pero en Venezuela están amparados por la impunidad que les ofrece la ineficiencia del gobierno y el pobrecitismo de la sociedad alcahueta y cómplice.
Familias enteras – abuelos, padres, hijos – dedicados a la venta al por menor de drogas, que han constituido una nueva clase social, la Clase F; atracadores y secuestradores adolescentes llenos de odio, que usan la delincuencia para ejercer su crueldad, demostración del crecimiento desbocado del lumpen social – descendiente del hombre de neandertal - que amenaza la existencia de la sociedad. Pero, sin el menor sentido común, usamos – o estamos obligados a usar por normas imbéciles - un lenguaje de penjaus para describir una realidad ranchificada, deshilachada, pervertida.
Si algo me enorgullece es haber escapado a esta infame práctica decadente, pues en los veinte ininterrumpidos años que produje y conduje mi programa de radio Venezolanidad, siempre reté al poder – al de ayer y al de hoy - y llamé las cosas por su nombre, claro y raspao.
Mandé al carajo a todo quien se lo mereció, sin importar su jerarquía transitoria, llamé cobardes y ladrones a los líderes políticos del pasado que le entregaron el poder a Chávez y ahora quieren volver, porque es inmoral que vuelvan. A los empresarios explotadores y comerciantes especuladores, sindicalistas patronalistas, periodistas gobierneros, médicos mercantilistas, curas pederastas, llamé despreciables. A la puta llamé puta, al ladrón, ladrón, al marico, marico y al hijo de puta, con toda la fuerza de mi voz, ¡Hijo de puta! Sale pa´llá.
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