Se incendian las humildes estructuras de
la Gran Feria del Hogar, de Alta Vista, en Puerto Ordaz, los propietarios,
padres y madres de familia que devengaban su sustento de esta práctica
comercial, ven como no solo el fuego consume su mercadería, sino que decenas de
degenerados del “pueblo”, que hacían cola en un Bicentenario cercano, corrieron
a robarse lo que pudo haberse salvado del incendio.
La cultura de la miseria ha calado hasta
los huesos la arquitectura moral de ese componente de la nación venezolana, que
ha traducido “pueblo” como sinónimo de impune y, por lo tanto, con pleno
derecho de goce y disfrute de lo ajeno, cuando le dé la gana. En la realidad,
es la cariada definición de gente sin escrúpulos. Saqueadores e invasores.
Lo mismo le roban la carga a una gandola accidentada en la carretera que despojan de sus
pertenencias al cadáver de un infortunado que sufre un siniestro vial. Lejos ha
dejado el castrismo que nos ocupa, aquella imagen del pueblo venezolano
trabajador, solidario y compasivo de otras edades. “Pueblo” pasó a ser de repente el remoquete populista que justifica la falta de
integridad, cuya expresión más acabada es el “vivo”, un miserable aprovechador,
abusador y desleal, que viola la confianza, denigra la amistad y lucra con el
delito. Bajo la premisa “todos “semos” iguales”, solo respeta lo que teme.
La demagogia le ha construido un nicho de
impunidad. Y preocupa, seriamente, que ese componente deshumanizado, para
felicidad extrema de la irresponsabilidad gobernante, defina “revolución” como
pérdida de la conciencia cívica, de la moral pública, con la ruptura del pacto
social tácito como gravísima consecuencia: si no tiene empleo se mete a
atracador, pues le da lo mismo planchar un huevo que freír una corbata. Es,
nada menos, que ¡el hombre nuevo! Todo un parto de la montaña. La viveza es su
más preciada virtud. Todo lo que esté al alcance de su mano “se lo encontró”, y
por lo tanto es suyo. Y este ladrón, que se cree con derecho a lucrarse con el
mal ajeno, ha silenciado su conciencia con los argumentos de la miseria, que le
confirió el difunto: “si tienes hambre puedes robar”. Vaya pa´la auyama.
Ese “pueblo” tradujo, entonces, que su
pobreza lo sitúa por encima de la ley, por lo tanto nada más normal que el
saqueo sea su divisa. Y lo más agudo de esta crisis moral,
es que no se puede decir nada sobre el asunto, pues se estaría “hablando mal
del pueblo”, como si se estuviera hablando mal de Dios.
Cuando quien está hablando mal del pueblo,
con sus acciones delictivas, es precisamente el pueblo que ha permitido que en
su seno haya germinado esa degeneración. Todo esto empezó con el refrán
estúpido “voz del pueblo voz de Dios”, como si Dios fuera tan desacertado, del
que se aferró Rafael Caldera cuando perdió unas elecciones y salió con la
bolsería aquella de que “el pueblo nunca se equivoca”. Claro que se equivoca y
mucho, pues carece de elementos críticos básicos para acertar en sus
decisiones, que, por lo consiguiente, son meramente emocionales. Irracionales.
Impulsivas.
Por eso no creo…
Por lo anterior no creo en la
“sabiduría popular” - pues, sabiduría es “conducta prudente en la vida o en los
negocios. Conocimiento profundo en ciencias, letras o artes” - como tampoco
admito eso que mientan “cultura popular” - la cultura es una sola - ni mucho
menos puedo aceptar “los poderes creadores del pueblo” que el poeta Aquiles
Nazoa declara en su célebre “Credo”.
Si el pueblo, entendido como la
parte común y humilde de la población, tuviera sabiduría y poderes creadores y
fuera capaz de generar cultura, no respondiera al chasquido infame de los
demagogos, ni se resignara a diluirse en esa miseria en que vive esperanzado en
la exógena piedad, precisamente porque la marginalidad es producto de la
ausencia de esos elementos que solamente la escuela formal puede aportar,
El pueblo se balancea en la temeridad popular, en la malicia popular, en la
astucia popular, rasgos que sirven para sobrevivir precariamente, bordeando el
delito, pero no para acceder al progreso, para lo cual necesita el desarrollo
de sus potencialidades individuales y ponerlas al servicio de la sociedad.
Porque el progreso es colectivo pero deriva de las especificidades del
individuo.
En lo que creo…
Creo en la capacidad de respuesta del
pueblo de pobreza en tránsito, estimulada por el pensamiento y la acción
metodológica. Creo en la Escuela para la formación de un pueblo capaz de comprender y ejercer la libertad, que sabe lo que quiere y
lo encuentra, no lo busca en el círculo vicioso de la
dependencia; enterado de sus derechos para su defensa y de sus deberes
para su crecimiento, solidario y responsable con las
consecuencias de sus actos, convocado para la transformación social para
convertir lo que tiene en lo que quiere.
Creo en la convocatoria de los mejores
para estimular acciones que ordenen lo que del pueblo nos llega confundido, para devolverlo en
organizadas propuestas de cambio actitudinal. Creo en el trabajo como
formidable herramienta de desarrollo humano para construir futuro, y deploro
que la Iglesia lo haya estigmatizado como anatema de Dios, cuando lo que en
realidad debe ser considerado como tal, es la incertidumbre. Y creo en la
responsabilidad, consigo, con los suyos, con la sociedad, que pone al servicio del progreso todos los esfuerzos del
individuo.
En conclusión
La crueldad de las acciones punibles
cometidas contra humildes trabajadores autogestionarios en ese incendio de Alta
Vista, quienes en lugar de solidaridad inteligente de sus paisanos para
ayudarlos a apagar las llamas, sufrieron la agresión de aquella horda salvaje
de ladrones enfurecidos, que como hienas hambrientas se disputaban los
despojos, nos revela la imagen auténtica del producto social del miserable
socialismo siglo XXI. Sale pa´llá.
Rafael Marrón González
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